Hace unas mañanas estábamos desesperados porque Gabriela terminara de vestirse. Le faltaba ponerse esa última media que siempre le aprieta y le molesta, para irnos a su curso de verano.

¡Ya vooooy! decía alargando la o, y a la vez nuestra paciencia. Sé que muchas cosas pudimos hacer para no llegar a ese punto, pero allí estábamos con la paciencia agotada.

¡Vámonos, hija!, ¡vamos tarde!, ¡apúrate!, ¡muévete! Nada de eso la apremiaba. Creo que esas palabras hacían que avanzara más despacio.

Lo sabemos, los tiempos de un niño de cinco años no son los mismos que los apuros de los adultos. Pero aún así Carlos le soltó: ¡bueno yo me voy solo!

Y en ese momento Gabriela reaccionó:

—Papá, en la escuela no te van a recibir sin niño.

Y su lógica, de cinco años de edad, nos puso en nuestro sitio. Tenía toda la razón. Había que esperarla.

Ya en la tarde hablaríamos con ella y mañana la levantaríamos más temprano.

Cuando se quiere ser feliz con los niños, lo mejor es soltar la rigidez.

Pero eso también lo olvidé la mañana del acto del Día de la Madre, en diciembre. Gabriela estaba feliz y se vistió rápido con su lindo vestido de estreno comprado por su papá. Yo le tenía el lazo perfecto, pero después de peinarla ¡linda! se antojó de un moño requete usado, descosido, que le habían regalado en un cumpleaños atrás.

¡No, ese lazo no! ¡Ese lazo no! Clamaba yo.

Y no les he dicho que Gabriela daría las palabras de bienvenida en el acto.

No hubo manera de convencerla. Mejor dicho, ya no había tiempo.

Mientras viajábamos en el carro yo rumiaba mi malestar. Hasta que me di cuenta de que estaba amargada justo el día en que mi hija quería dedicarme una poesía y una canción.

Comprendí que lo que me molestaba no era el lazo, sino lo que las otras mamás iban a pensar de mí. Me iban a juzgar porque mi hija no estaba impecable.

Dejé mi enojo a un lado, en realidad el lazo no estaba tan mal.

No era la primera vez que pasaba, otras veces me había molestado porque no se dejaba cortar las uñas o porque se encariñaba con unas zapatillas ya rotas, y quería ir así a todas partes. Yo pensaba, la gente nos va a saludar y dirá: ¿Roxana no le puede comprar unas zapatillas nuevas a esta niña?

Capaz nadie se fijaba. Solo yo.

No he renunciado a que mi hija sea pulcra y vista de acuerdo a la ocasión, pero hay guerras que no merecen la pena.

Si nos ven por allí, ya lo saben.