Mi papá falleció la tarde del 17 de diciembre de 2024. Hacía sol, cielo azul y brisa; era un hermoso día de diciembre, pensé, mientras caminaba apurada hacia la casa de mis padres. Mi mamá me había llamado por teléfono: lloraba. Papá no respiraba.

Él había pasado dos semanas en el hospital, y cada uno de esos días estuvo bravo. No disgustado, no enojado, no molesto. Bravo. Me pedía, me exigía, todos los días, que lo sacara de allí.

Cuando le dieron el alta, la enfermera me dio una montaña de referencias para sacar citas con al menos tres especialistas más, además de los tantos que ya veía. Eso me hizo creer que todavía le quedaba tiempo.

Al llevarlo a casa estaba sumamente debilitado, delgado, pero aliviado porque esa noche dormiría, al fin, en su cama. Él, un hombre de pocas palabras para expresar emociones, les agradeció una y otra vez a mi hermano y a mi esposo por ayudarlo a llegar a su habitación.

En 2022 le habían diagnosticado síndrome de Sézary, una enfermedad que, si bien casi todos los doctores decían que alguna vez habían atendido a un paciente con ella, era bastante infrecuente. Al menos yo, todavía no he conocido a otra persona diagnosticada.

A pesar de los muchos medicamentos y tratamientos, esta enfermedad de la sangre atormentó a mi padre cada uno de los últimos dos años de su vida. Sentía comezón por todas partes y la piel se le desprendía casi como finitas escamas. Había que ponerle cremas por todo el cuerpo dos veces al día, y a las horas su piel estaba igual de seca.

Perdió cada vello y cada cabello de su cuerpo. Cuando salíamos a la calle para llevarlo a sus citas la gente le miraba con recelo. Eso pasa, creo, con las enfermedades que comprometen la piel. La gente te mira como si fuera contagioso. Pudo resistir con entereza de ánimo porque se aferró a la idea de que iba a curarse y que iba a volver a trabajar. Más de una vez salía enojado del consultorio, más de una vez tuve que convencerlo de tomar un tratamiento.

El 7 de diciembre de 2024, postrado en cama, mi papá me preguntó si ya le había comprado un regalo para el Día de la Madre a mi mamá. Él nunca fue detallista, y pocas veces compraba obsequios. Me dijo que consiguiera un buen dulce, un dulce grande para que alcanzara para todos, y que lo comprara en Delicias de Francia, una panadería que tal vez estaba en Calle 12 o en algún lugar de Santa Ana, y ahora solo estaba en su imaginación. Ya no existía. Agregó que no me preocupara por la plata y que tomara de la que él tenía guardada. Semejante petición fue para mí una señal: se estaba despidiendo. Ese día era el de mi cumpleaños.

Tal como él habría querido, hicimos un novenario y fuimos a misa los nueve días después de su fallecimiento. Mientras la iglesia estaba radiante con los colores, las canciones y las ofrendas navideñas de los feligreses, nosotros lo despedíamos de a poquito. Y aunque ese ambiente tan festivo parecía contradictorio con el dolor que vivíamos —nosotros, y también dos o tres familias más que estaban allí por lo mismo—, de alguna manera rara también era un bálsamo reparador.

Cada persona vive el duelo de manera distinta, pero parecida. Sí, mi papá descansó de una larga enfermedad, pero esa certeza no borra el dolor y la ausencia. Todavía, a veces, cuando hablo con mi mamá, quiero preguntarle algo de mi papá: si ya llegó, cómo está… tal como lo hacía incluso antes de su enfermedad.

Mi mamá, mi hermano y yo hemos vivido esa partida de manera diferente. Cada uno la ha procesado o está procesándola aún. Lo sé.

Por estos días, en que vuelvo a ver el cielo azul —pero no tan azul, porque cómo ha llovido este año— y aun así observo los signos de diciembre, me digo que parece increíble que ha pasado un año; pero de alguna manera el dolor es como si fuera ayer.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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