Sonia Sotomayor fue, en 2009, la primera jueza de origen hispano en llegar a la Corte Suprema de Estados Unidos. Pero antes de eso, mucho antes, fue la hija de un padre que batalló, y perdió, contra el alcoholismo; y de una madre que trabajaba con ahínco para que ella fuera a una escuela católica, donde las monjas ejercían aquello de que la letra con sangre entra.

Una cosa más: le diagnosticaron diabetes. A los nueve años de edad sabía esterilizar la aguja e inyectarse insulina.

Sé esto porque hace unos días toqué por error una tecla, y compré el libro de memorias de Sonia Sotomayor: Mi Mundo Adorado. Habría podido devolver el libro, Kindle lo permite, pero algo me detuvo.

No siempre me gusta leer autobiografías ni memorias. Me parecen que se quedan en la superficie. Los autores no se atreven a llevarnos a las aguas profundas de sus vidas donde está lo interesante.

En este libro no pasa eso. Y no es que la autora cuente absolutamente todo. Nadie lo hace, ni tendría por qué mostrar toda su intimidad. Pero es lo suficientemente abierta como para relatar aquellas cosas que vivió de su niñez en el Bronx de Nueva York, cicatrices incluidas, y que la convirtieron en la adulta admirada que es hoy.

Parte importante son sus raíces. Nos lleva al olor del arroz con habichuela en la cocina de su abuela. A la nostalgia de su familia por su adorado Puerto Rico. Nos presenta a sus tíos, huérfanos, que les tocó criarse entre sí.

Sonia nos recuerda cuánto podemos, los adultos, marcar la vida de los niños; y que la escasez que no olvidarán tendrá menos que ver con zapatos apretados que con afecto y atención.

Fue una niña avispada. Aunque sus notas no mejoraron hasta que su madre, su padre ya había muerto, empezó a hablar en inglés en casa. Y hasta que ella se atrevió a preguntarle a la mejor alumna de la clase cómo hacía para estudiar. Aquella le contestó, halagada: ‘subrayo lo importante y hago un resumen’.

Así de sencillo, pero no lo es si no lo sabes. De allí en adelante Sonia procuraría acercarse a sus maestros y preguntarles cuando tenía dudas o interpelarlos cuando se trataba de defender su derecho o los de sus compañeros de clase.

Habla también de cómo se sentía insuficiente, incluso en Princeton, donde recibió honores, o en Yale. Resalta la importancia de los mentores en las carreras de los jóvenes. Estas figuras que guían y enseñan son hasta más importantes que las historias inspiradoras que se conocen por cine o libros porque permiten ver ejemplos de vida en carne y hueso.

Sin ánimo de romantizar la adversidad, Sonia nos deja ver que la diabetes la convirtió en una persona más consciente de su cuerpo, que al ser hija de un matrimonio en eternas peleas aprendió más rápido a ser responsable. Durante los meses de luto que siguieron a la muerte de su padre se refugió en los libros y se enamoró de la lectura. Al venir de una comunidad minoritaria, tenía la capacidad y la sensibilidad de entender los matices de la vida, pues nada es nunca blanco y negro.

Sonia ha escrito libros para niños. Uno de ellos se llama Just Ask o Solo Pregunta, que ha ganado premios y en el que invita a celebrar las diferencias y atreverse a hacer preguntas.