‘¡Maestra, mira mi tortuga’, esa vocesita orgullosa salió de la computadora que mi hija de seis años usa para asistir a las clases virtuales. Al escucharla, y tan rápida como un resorte, mi niña que no se quería quedar atrás, se levantó para tratar de agarrar al gato y mostrarlo a los demás, pero nadie dijo que Caperuza estaba de acuerdo. Lo persiguió con la cámara de la computadora.

Yo estaba en otro cuarto. De todo esto me di cuenta segundos después al oír el alboroto. A esas alturas ya mi hija le había dado a sus compañeros y a las maestras un tour por la casa, y no precisamente por los lugares más acomodados.

Ni modo. Después de año y medio de clases virtuales creo que puedo lidiar mejor con estos episodios. Ya las maestras han visto nuestras casas, quizás hasta más de lo que quisieran.

Manejar las interrupciones es parte de la vida de las educadoras. Algunas tienen muy buenos métodos para minimizarlas o darle espacio a los niños. Por ejemplo, permiten que comenten lo que quieran en los primeros cinco minutos de clase. Allí nos enteramos de que alguien tendrá un hermanito, de que una abuelita está de visita o de que el fin de semana se comió pizza en alguna casa. Todo esto lo hacen por turno, levantando la manito digital. A uno de los niños se le ocurrió imponer la norma de decir: ‘maestra, tengo dos comentarios’. Pero hace poco escuché a mi hija decir: ‘maestra, tengo cinco comentarios’.

La maestra de ciencias naturales les hace cantar hermosas canciones que creo son inventadas por ella y mi esposo y yo las cantamos a veces. La maestra de matemática les hace relajarse y meditar antes de empezar la clase.

Por mi parte, no he salido tan airosa de este reto. Todavía siento pena de aquel día en que la maestra de valores llamó a mi hija, la primera de la lista, para que expusiera la charla del día, con cartulina y todo, pero ella no estaba lista. Cuando les diga el tema de la charla entenderán mi bochorno: debía hablar de La Responsabilidad.