Escobilla. A la hora de barrer el patio contábamos con aquella señora flaquísima y espelucada. No les confunda su apariencia, pues hacía el trabajo con fuerza. La escobilla no tenía etiquetas o marca, ni se conseguía en la tienda o el supermercado; estaba hecha por las manos de mis abuelos, con ramas secas. Luego, comprendí que en los pueblos del interior, en las casa más sencillas, se hacen escobillas con muchos tipos de plantas.

Totumas. La abuela tenía platos de metal esmaltado, de esos con una flor roja en el fondo, y que con el tiempo se desportillaban y se oxidaban (así se seguían usando), pero también tenía totumas que eran vasijas hechas con frutos del calabazo. No faltaba una totuma como auxiliar en la cocina. Y el abuelito tenía una donde comía su yuca sancochada con cabezas de pescao’, que parecía te miraban desde el plato.

La piedra. Para ajustar las puertas, de la casa o del chiquero, la abuela usaba una piedra grandota. ¡Ay! que te machucaras un dedo del pie con ella. Veías estrellas. O ¡ay! que se te olvidara ajustar la piedra del chiquero. Aún así, a veces agarrábamos esas rocas para jugar y se convertían en una base de nuestro improvisado cuadro de béisbol. En la cocina también había una piedra oscura de río, con ella se machacaban ajos y la carne.

Estropajo. A la hora de bañarse, el abuelo usaba un estropajo. Nunca recuerdo que nos ofrecieran alguno, tal vez lo consideraban muy áspero para los niños de la nueva era, en los 1980. Cuando crecí me tocó ver ese mismo estropajo glamorizado en revistas y los spa, también estaba glamorizado su precio. Si el abuelo, que recogía los estropajos del monte, viera esas pretenciones habría pensado: ‘zoquetada’.

Pencas. La palma de coco era una planta que se aprovechaba completa. Su fruto servía para hacer arroz con coco. O duros de coco. O cocada. La penca u hoja seca de la palma servía para hacer los ranchos, o para cubrir parte del chiquero; la hoja de palma verde ¿en cuántas fiestas no se usó para decorar? La estopa que cubría el coco, era guardada en un recipiente para ayudar a encender el fogón. Y cerca de ese fogón nunca faltaba un sombrero viejo, pero cuando digo viejo es que podía tener décadas. Se usaba para avivar las llamas, aunque a mí me parecía que era para abanicar el humo. Reciclar y reusar eran palabras que mis abuelos no conocían pero las vivían.