Tengo una amiga que cada vez que va a salir de su trabajo, sobre todo si tiene apuro por irse porque es el cumpleaños de su hijo o tiene una cita médica, procura hacerlo con mucho cuidado para que nadie lo note, y con ‘nadie’ se refiere a las hadas o los duendecillos que evitan que ella se vaya temprano.

Ah, ¿usted es de los que piensa que esas cosas no existen? Ya verá.

Cuando ella anuncia a los cuatro vientos ‘me voy’ y resuelta se guinda la cartera al hombro, generalmente pasa algo: la llaman, convocan a reunión, se atora una máquina, y ella tiene que demorar su salida. No importa si abajo ya la estaban esperando.

Lo cierto es que eso no solo le ocurre a ella, pues he visto a muchos colegas decir: ‘me voy’ y media hora después todavía andan dando vueltas por allí, cucaracheando, como decía mi abuelita.

A otros, como es mi caso, nos pasa algo parecido, pero no tanto con la cartera en la mano, sino con la computadora.

Los lunes o martes, cuando estamos por concluir la edición de esta revista y pienso que alcanzamos por fin la victoria, apago la computadora, para ir adelantando, y en el preciso momento en que el monitor cierra las pestañas suena el teléfono o alguien me dice: “faltó corregir tal cosa”, “¿le quitaste el punto aquel a la nota?”. ¡Uf!, pero la peor de todas es “¡falta una página!”, y tengo que encender la computadora de nuevo.

Casi puedo sentir al hada de los retrasos riéndose detrás de mí. ‘¿Tú creíste que te ibas?, ¡ja! ¡Pues ahora regresa!’.

Una compañera con más experiencia me pasó un dato: “nunca digas que ya estás terminando”. Algunos de ustedes pensarán que la culpa es del despiste o la desorganización, yo no estoy muy segura.

A veces ni siquiera es día de cierre, pero esa diablilla me hace regresar, pues: dejé el celular, las llaves, se me quedó un papel importante, una vez hasta se me quedó la cartera. Creo que ese día se rió bastante de mí.