Ya no me queda duda de que hemos exagerado con el uso del alcohol.

En la sala de espera de un consultorio médico observé a un joven ofrecerle a una mujer una botella de agua recién comprada. Ella la sostuvo entre sus dedos  como si fuera un producto contaminado y empezó a rociarle, con un atomizador, alcohol una y otra vez, sobre todo en la tapa. Al terminar la supuesta desinfección, abrió la botella se tomó el agua y algo de alcohol, estoy segura.

Hay alcohol por todos lados, a todas horas y para todas las edades. Si sales de mandados y entras a tres lugares en los tres te ponen un chorrito o una ráfaga en la palma de las manos. Si no te lo pone el vigilante de la puerta, lo haces tú en el dispensador automático.

En las cajas del supermercado venden ahora botellitas vacías de plástico.  Meses atrás me tocó ver gente molesta o intrigada sobre por qué se vendía la botellita vacía a precio de llena, y preguntarse qué mundo es este en que se venden frascos sin contenido  como pan caliente.

Bienvenidos a la pandemia. Vivimos una época de miedo al virus en que la gente lleva bajo del brazo, como si fuera un bebé,  una botella o a veces un garrafón de alcohol para protegerse.

Las personas llevan su frasco en la cartera o mochila y  se rocían de ese líquido en la parada, en la caja del supermercado o en cualquier otro lado que les parezca.  Por allí mismo rocían a sus hijos, eso me tocó verlo esta semana que salí a comprar útiles escolares.

En las mesas de los pocos restaurantes que están abiertos, el atomizador de alcohol o el gel alcoholado se ha vuelto compañero del servilletero y el salero.

Que no se nos haga una prueba de alcoholemia a nuestra manos porque seguro están ebrias, si no es que peladas.

En la farmacia encontré a una señora, desesperada,  preguntando por una  crema de manos. “Mire, como tengo las manos” y se las mostró a la vendedora. No me atreví a mirar.

Como era de esperarse, el alcohol en exceso, también en las manos, hace daño.