Llegué muy temprano a la Biblioteca Nacional en el Parque Omar, abría a las 9:00 a.m. y yo pensé que era a las 8:00 a.m. Para mi suerte encontré unas bancas y me acomodé. Allí me esperaban seis mangos maduros. Qué sorpresa. ¿Quién los había dejado allí? ¿Podría tomar uno?

Pero el día anterior mi estómago había estado revuelto. Esos mangos tan bonitos merecían estómagos saludables. Así que me puse a leer mi libro para hacer tiempo. La biblioteca, como algunos saben, queda dentro del parque, así que cerca de mí había un grupo de personas de diferentes edades, la mayoría adultos mayores, conversando y estirándose. Casi los envidié.

Al grupo se les sumó una mujer. Suplicaba por un cartucho, uno grande. Había recolectado tantos mangos que no tenía como transportarlos. Juro que traté de mantener los ojos en mi libro. Aquella mujer había recolectado como 50 mangos del parque. Se disculpó, no sé por qué, diciendo que no eran todos para ella y empezó a repartir.

“Este está apolismado”, “este es de los hilachos”, “este está muy maduro”, decían los amigos. La mujer defendía su cosecha. Aquellos servirían para batidos.

El Parque Omar está poblado de palos de mango. Los que no se comen las ardillas los aprovechan los niños, deportistas y caminantes que todos los días van allí. La temporada de mango en Panamá dura unas pocas semanas. Es entonces que nos damos cuenta de que la ciudad tiene muchos árboles.

Me llama la atención la gente que va por la calle feliz con un mango que se encontró. ¿Cómo lo sé? Se los noto en la cara. Y el mango se ve bien bonito. Ese mango que llega a nuestras manos de sorpresa, regalado, encontrado, es el favorito.

También es jugoso compartir. Un amigo me cuenta que en su empresa hay un enorme árbol y los que se encargan del mantenimiento suelen ponerlos en un murito para que la gente se los lleve.

Lo mismo hace mi hermano en su casa. El árbol que tiene da tantos frutos que llega un momento que también coloca algunos en el muro para quien pase por allí.

Aquel día en la entrada de la biblioteca, al ratito, un señor se me acercó y me preguntó si podía llevarse un mango de aquellos que estaban cerca de mí. Le dije que los tomara, seguro para esos lo habían puesto. Se llevó cuatro. Demasiados para mi gusto, pero la cosa es que no se pierdan.