Cada vez que escucho esta canción de Eddie Palmieri, que, aunque fue compuesta en los años 70 jamás pasa de moda, siento añoranza por aquellos “montes” que visitaba la familia cuando era niña, empezando con el que estaba justo a los pies de nuestra casa en Miraflores y que ahora son cuna de universidades y avenidas enormes siempre llenas de autos.
Un poquito más tierra adentro, pasandito Divisa, pasábamos siempre un par de semanas del verano en la finca de un tío abuelo —San Antonio— la cual sigue en el mismo lugar, con la misma capillita que mandó a construir la hermana de mi abuelo y el mismo patio protegido por innumerables palos de mango en los que se colgaban hamacas para disfrutar del fresco de la tarde. Sospecho que los árboles de ciruelas traqueadoras que flanqueaban las cercas han desaparecido porque en casi todas las fincas los veo reemplazados por los llamados balo, que, si bien producen flores bonitas, no le dan de comer a nadie.
Tuvimos vacaciones en Boquete, en Volcán —más allá de donde terminaba la carretera— y por supuesto las marinas/acuáticas que eran semanales. Siempre quise que nuestros hijos vivieran experiencias similares pues hay que conocer el país con sus hormigas y alacranes y entre amigos siempre logramos veranos divertidos.
Cuando compramos la finca en Coclé, a doce kilómetros de donde terminaba la luz eléctrica y el camino asfaltado, procuramos que los muchachos aprendieran de ranchos y guarichas, pero cuando crecieron y empezaron irse a estudiar al extranjero los paseos se fueron espaciando.
Hace menos de un año el rancho de quincha fue sustituido por una casa en regla, la cual mi tenaz esposo logró empezar y concluir en plena pandemia. Me quito el sombrero. Ahora les tocará a los nietos “ir pa´l monte”. Aprovechando los últimos días de las vacaciones de medio año logramos llevarnos a las tres nietas que viven en Panamá. Los padres trabajando, así es que viajaron solas con los abuelos. Diez, siete y dos años, tienen esas muchachitas, pero se portaron como verdaderas Muchachas Guías, a excepción quizás de un par de gritos gracias al avistamiento de insectos.
Pidieron un “yes day-sidía” el cual fue concedido a cambio de reciprocidad y resultó genial. En dos días, o mejor dicho día y medio porque llegamos viernes a mediodía, montaron caballo, alimentaron a los pollitos, cortaron flores y las acomodaron en un jarrón, fueron a cosechar mazorcas y luego se sentaron a pelar la ruma enorme que había traído el capataz un par de horas antes, se bañaron en el aguacero con el agua helada que caía del chorro del techo y cada noche vieron “una peliculita” con los abuelos.
Solicitaron lo que querían en cada comida y se les complació, incluso con la barra de chocolate que pidieron a las nueve de la mañana “porque es yes day”. Al cerrar el sábado escuché a una de ellas decir “yo no me quiero ir mañana” … el mejor cumplido que pudimos recibir. Ahora nos queda buscar otras ventanas de tiempo para repetir la aventura.
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