Desde hace años empezaron a surgir en Facebook (y creo que en otras redes también) los dichosos retos. Que si hay que tirarse una cubeta de hielo encima, pararse de cabeza y qué se yo cuantas cosas más. No he cumplido ninguno. En primer lugar, me queda poco tiempo en el día para deambular por esos lugares públicos y para cuando finalmente llego ya estoy muy cansada tan siquiera para pensar en hacer algo más. Además, soy mala para estas tareas, realmente mala.

Siendo de la generación de los baby boomers, viví en carne propia las famosas cadenas de los años 1970 (que regresaron en los años tempranos del correo electrónico y los chats). En aquellos días eran cartas que había que copiar a mano qué se yo cuántas veces, meterlas en un sobre, ponerles estampilla y llevarlas al correo o a uno de los hoteles grandes como el Continental o el Panamá Hilton que tenían despacho de correos. Me aprendí todos los trucos de enviar cartas y comprar papeles perfumados y sellos de cera porque tuve un novio de esos que mandan a escuelas militares por bien portados y me tocó comunicarme con él por varios años, utilizando el susodicho método. ¡Ay, me perdí un momentito!

Había cadenas de salvación o de condena en los fuegos eternos del infierno y las había también tipo pirámide en las que uno tenía que meter un dólar en el sobre y todo el rollo ese de copia la lista, pon tu nombre al final y en yo qué sé cuánto tiempo recibirás yo que sé cuanto dinero. Siempre sonaba como mucho, pero ni para las estadísticas ni otros cálculos he sido buena en mi vida y copiar un texto diez o veinte veces me sonaba a castigo del colegio así es que todas las que me llegaron murieron en mi regazo. No sin antes que varios de los que me precedían en las listas me insistieran en que terminara la tarea. ¡Qué necedad! Con todo lo que uno tenía que hacer en aquellos días de adolescencia rabiosa: que si cortarse las horquetillas, hacerse caracol, esperar la llamada del novio como un perro guardián junto al teléfono, escribir alguna tontería en el diario, robarle cinco minutos a la hora de almuerzo para ver a Hector Lavoe en El Show de la Una, en fin, era una vida ocupadísima.

Ya no me acuerdo de qué se trataban las primeras que aparecieron con el advenimiento del correo electrónico, pero recuerdo que todas decían “envía este correo a veinte personas incluyéndome a mí” y la gente decía que era una forma del remitente de conseguir correos electrónicos para bases de datos que luego vendían. Si es verdad o no, jamás lo sabré pues llevo años en el infierno porque nuevamente esas cadenas, al igual que las primeras, murieron en mi regazo.

Avancemos unos veintipico de años y ubiquémonos en la pandemia Covid-19. Llega la primera cadena, una en que yo debía enviar una receta “fa-ze-lé-se-ma” a, no me acuerdo si diez o quince personas. Pero primero se copiaba el texto del correo y otras cosas (como esos textos de Facebook que dicen que su propósito es comprobar si a la gente le importa con los amigos aunque el post no tenga foto o algo parecido). Como esta cadena me llegó temprano y era con recetas y yo podía pensar en alguna que me sabia de memoria dije “qué carajo”, lo hago.

¡Oh, mi Dios! No se imaginan lo que fue aquello. Para mi desgracia -o la de quienes me incluyeron en su lista- me llegó dos veces en el mismo día. Ya eso era una buena receta para desastre, y desastre fue, con todas sus aristas. Trataré de explicarles el guacho que formé. Le mandé una receta a la primera persona en la lista de la primera cadena que me llegó, luego mandé otra a la primera persona de la segunda cadena; luego caí en cuenta que había que mandarla a veinte personas ¿se imaginan? Veinte personas, ya van cuarenta personas. Pero para rematar lo que había que enviar a estas veinte -o cuarenta- personas no era la receta sino el texto del dichoso e-mail recibido.

Traté, le juro que traté. Hice varias esfuerzos por copiar todos los nombres en el rubro de BCC (copias ciegas pues respeto mucho la privacidad de mis contactos) y fue inútil. Luego de haber armado la lista cuarenta veces sin éxito alguno concluí que me quedaban dos opciones: tirar la computadora por el balcón para desahogarme o tirar la cadena al basurero. Como no puedo vivir sin mi computadora opté por la segunda.

Toda la primera semana tuve pesadillas con el remitente de la primera cadena pues estaba segura que si no recibía sus treinta y seis recetas en el tiempo estipulado me llamaría con insistencia hasta el fin de los tiempos. Gracias a Dios no ocurrió. Pero lo que sí ocurrió es que en menos de una semana recibí la misma cadena ochocientas veces. Por correo electrónico, por chat, solo faltó que me la mandaran por mensaje de voz.

Para ese momento ya me había puesto mosca así es que que a todo el mundo le dije muy educadamente que no podía participar, razones tenía de sobra, basta ver el primer enredo para saber que si continuaba la cosa solo podía ponerse peor.

No han faltado las de Facebook que requieren que uno ponga foto de algo. Los temas son variados y supestamente es muy fácil pues no hay que escribir nada, sin embargo, HAY QUE BUSCAR la foto y ustedes bien saben que uno no tiene las fotos clasificadas por reto. Por lo menos yo no tengo las mías divididas por “cosas de hermanos, quiero mucho a mi mamá, me fui de viaje, aquella juventud”. Yo le digo a la gente que no me inviten porque realmente no voy a cumplir. En realidad -y perdonen la antipatía- no voy ni a tratar. No es lo mío. Y aunque estemos en encierro hay que trabajar, lavar, planchar, cocinar, barrer, trapear, dormir de vez en cuando así es que, yo no sé ustedes, pero a mi no me queda tiempo para retos así es que no me inviten que no voy. Fin del comunicado.