Al juzgar por el volumen bajo de la conversación y las cabezas que se mecían de un lado a otro, como péndulos de un reloj, el asunto parecía serio. ¿Será que alguien perdió el trabajo? ¿Se le vino abajo el matrimonio? ¿Será algún escándalo? O, peor aún, ¿será que se enfermó?

Agudicé mis oídos, mientras mis ojos permanecían clavados sobre el postre. Sin duda, las conversaciones más interesantes ocurren alrededor de una mesa.

Fue ninguna de las anteriores. El tema era el inminente nacimiento de lo que parecía ser la tercera niña en una familia. A eso se debía el tono compasivo de las personas que participaban del coloquio.

Esto fue hace dos años. Las cosas han cambiado un poco desde entonces, y bastante comparado con hace 80 (afortunadamente), pero del lugar donde yo vengo, los varones siempre han tenido cierto “caché”.

No nos culpo. Así han sido las cosas siempre, y cambiarlas es un proceso gradual y espinoso.

Recuerdo mi primer embarazo. Rogaba al cielo que fuera niño, para salir de la tarea tácita de perpetuar el nombre de la familia. ¡Yo no quería ser el eslabón roto en la cadena generacional! Lo cual es irónico, porque el sexo de un bebé ni siquiera depende de la mujer.

Volviendo a la plática en la mesa, me sorprendí cuando escuché a mi papá decir: “¿Cuál es el problema con que no sea varón? Hoy las mujeres pueden ser doctoras, abogadas, pilotos”.

Mi asombro no fue por lo que expresó, sino porque lo hubiera dicho él, que creció en la misma sociedad patriarcal donde me formé yo, multiplicado por 14. “Wow, papi. ¿En serio piensas eso?”, le pregunté. Y su respuesta abrió mi perspectiva apenas un ojal al entendimiento.

“¡Claro! En Alepo [Siria, donde se crio mi papá], era una tristeza cuando nacía una niña. Era otra boca para alimentar y una dote que procurar, mientras que los varones trabajaban, producían. Pero ya no existe esa barrera. Hoy las mujeres estudian, pueden tener carreras y destacarse en lo que quieran”.

Mi papá no es alguien de usar muchas palabras ni de elaborar largas historias, así que ahí quedó el tema, por más que traté de que lo desarrollara para satisfacer mi curiosidad. Él no habla a menudo de su juventud, pero siempre encuentro fascinante poder recorrer otra cultura, tiempos y vivencias a través de sus infrecuentes relatos. Y me quedé pensando.

Mi papá resumió la evolución de las mujeres dentro de la sociedad en una sola oración. Antes nos quedábamos en la casa, cocinando y cuidando a nuestros hijos. Ahora, podemos hacer eso, y aparte, todo lo que queramos.

Aunque quedan conquistas por lograr, sin duda, vivimos mejores tiempos que los que nos antecederon. Solo puedo imaginar, con entusiasmo, lo que nos depara el futuro. Bienvenida a todas las niñas. El mundo es nuestro. Y no lo dice cualquiera. Me lo dijo mi papá.