El premio anhelado iba sobre su regazo. Sus dedos, como garras, lo aseguraban. Gabriel había completado el reto y lo llevé a la farmacia a comprar el incentivo que le había prometido por cumplir 21 días seguidos de lectura.

Ya íbamos de regreso a la casa, él contento y yo aliviada. Estábamos echando cuentos en el carro, y distraída como me encontraba con su relato, me percaté un poco tarde de que la luz del semáforo se había tornado amarilla. Frené de forma un poco abrupta, lo suficiente para sentir el olor del timón, y extendí mi brazo derecho sobre el pecho de Gabriel, instintivamente.

“Mami, o sea, no te agarres de mí”, exclamó mi pequeño narcisista.

“Mi amor, no te estoy agarrando”, le contesté con una sonrisa indignada. “Puse mi brazo para protegerte a ti y evitar que te fueras hacia adelante con el frenazo”.

Poco después se iluminó la luz verde y avancé. Pero mientras giraba a la derecha desde la calle 50, mi procesador interno fue dándole forma a una interrogante en mi cabeza.  

¿Qué tan confiado puede ser un niño, como para pensar lo que pensó mi hijo? ¿No puede ver que estaba tratando de ayudarlo a él y no resguardarme a mí? ¿Acaso no es obvio? ¿No se dio cuenta de que si no pongo mi brazo, se pudo haber golpeado?

OK, no le iba a pasar nada. Yo no iba a velocidad y el frenazo no fue tan brusco, pero es el concepto lo que cuenta.

En todos los pasos que voy dando con mis ojos abiertos por la vida, voy recogiendo flores y me tomo el tiempo de olerlas. ¿Y saben qué concluí? Que a veces podemos ser tan petulantes como un niño. Cuando la vida nos frena o retiene, reprochamos injustamente, sin tratar de entender que nos está haciendo el favor de evitar que nos demos de frente.