Más rápido de lo que demora explotar un globo con un alfiler fue lo que tardó la emoción en dar paso, primero al horror, y luego a la decepción.

Los jóvenes habían compartido en sus redes sociales el afiche del conversatorio que habían organizado para la campaña antibullying del movimiento que empezaron hace dos años.

El nombre de la actividad era ‘Un poco de todo’, y estos muchachos estaban orgullosos de haber conseguido a los cinco panelistas que convocaron para que fueran parte de ella.

No hace falta que mencione los nombres de los oradores; basta con decir que los que conozco me simpatizan y los que no, los respeto. Todos estaban anuentes de con quién iban a compartir el Zoom, en el que cada uno tomaría la palabra para abordar un tema puntual: autoestima, resiliencia y el manejo de las plataformas digitales, entre otras.

El afiche aterrizó en Twitter y lejos de generar el entusiasmo que los adolescentes pensaban, los verdugos de las redes sociales llegaron veloces a cercenarles -sí, con motosierra- el ánimo, su iniciativa y ponerlos en modo control de crisis.¿Cuál fue el detonante de esta reacción? Que uno de los panelistas, un joven a quien le gustan los cereales y los Tesla, fuera considerado como un “bully” y un “misógino” por las voces que se alzaron en protesta.

Reconozco que este personaje es controversial, irreverente, y que la mayoría de sus 270 mil seguidores en Twitter e Instagram o lo aman o lo detestan. Pero mal que bien, tiene una historia que contar: es un crack de la tecnología, y a pesar de haber estado preso -presuntamente por una persecución política-, ha sabido sobreponerse. La verdad no vi mal que narrara su historia en un conversatorio que iba a tratar de todo un poco.

Pero la indignación, los insultos y la inmundicia que corrió en los comentarios sorprendió a los organizadores e hizo que varios de los otros panelistas replantearan su participación en el mismo. Al final, el movimiento -conformado por adolescentes de 16 y 17 años- decidió cancelar el evento, para no tener que tomar lado con ninguno de los adultos, y porque lamentablemente el desenlace era contrario a todos los valores que buscan promover.

Tengo tanto que decir, que no sé con qué empezar.

Yo soy una simple turista en Twitter, un frágil microcosmos perpetuamente a punto de implosionar. No entiendo a las personas que empacan sus vidas y acampan allá. Tampoco sé por qué todo el mundo se considera paladín de los temas más banales y desperdicia tanto de su tiempo discutiendo con personas que no conocen, y que están igual de aburridas, en asuntos muchas veces inconsecuentes.

Hemos puesto resistencia a la nueva “normalidad” que nos ha gravado la pandemia, ¿pero han pensado en que ya antes del coronavirus habíamos normalizado situaciones totalmente insólitas como esta?

Aunque las redes sociales son un espejo y un medio poderoso, no son el mundo real. Dichosos aquellos que no tienen celulares inteligentes y se ahorran todo el drama.

Vivimos en un país libre, y así de libre somos de escoger ver, seguir, leer lo que querramos. Si algo no te gusta, o no te parece, no lo veas y ya. Pero por alguna razón, lanzar opiniones como si fueran confeti negro se ha vuelto una obligación. Es posible ver algo y no tratar de imponer tu punto de vista, en especial si es un tema del que no estás adecuadamente informados.

Me dolió por los organizadores del evento, uno de los cuales es mi hijo, porque sé todo el empeño y la intención que dirigieron a su proyecto.

Por supuesto, debemos alzar nuestras voces cuando algo está verdaderamente mal, pero este no era el caso.

Quiero recordarles a todos los activistas, feministas, expertos autoproclamados en temas varios y a los paladines de la justicia imaginaria que hasta los cactus más espinosos florecen una vez al año.