Hay días en que envidio a mi hermana. Sí, a la que a veces molesto y le digo anticuada porque no sabe para qué sirve Instagram, no ha usado su cuenta de Facebook desde el día en que la abrió para tratar de espiar a su hijo adolescente, y porque me parece que va a ser la última persona en el mundo en seguir usando un Blackberry.

En cambio, yo soy una víctima voluntaria del tormento al que nos somete la tecnología. Cuando me paro de mi cama cada mañana, ya pasé un buen rato patinando entre las distintas redes sociales, mandándoles memes a mis hijos y viendo videos inspiradores desde la pantalla de mi celular.

Extraño cuando la vida era sencilla y mis sábanas quedaban negras con la tinta del periódico.

Ahora dependo de un aparato que amo y odio para casi todo: despertarme con su alarma, comunicarme con la gente que quiero, esquivar a la que no, estar al día con lo que acontece en el mundo, documentar lo que sucede en mi vida, escribir, trabajar y hasta cocinar.

Mi celular inteligente pasó de ser un invento maravilloso, a un mal necesario, a un astuto captor con quien desarrollé el Síndrome de Estocolmo.

Pero la culpa no es enteramente nuestra. No soy conspiracionista; pero es un hecho que el sistema ha sido diseñado así por Zuck y sus minions.

No puedo cerrar mi cuenta personal en Facebook, porque la necesito para tener mi página de Café con Teclas, que a la vez está amarrada con la de Instagram, que es como el carburador de todo lo que hago profesionalmente.

Creo que Mark Zuckerberg ya encontró hasta la forma de leernos la mente, porque cuando me propongo alejarme de Facebook, me comienzan a llegar todo tipo de notificaciones, y cuando las abro, resulta ser que era para avisarme que Fulanita compartió una foto (¡qué me importa!); o para sugerirme que me haga amiga de Suntanito (o sea, sugiéranselo a él), y a recordarme que aún no he leído el enlace que guardé un tiempo atrás (lo leeré cuando se me antoje; ¡déjenme en paz!).

Recuerdo hace unos años, en una capacitación que nos dieron en el trabajo, nos dijeron que para estar arriba en los buscadores, hay que compartir información de manera regular y continua en las plataformas digitales.

Antes comprábamos el periódico en las mañanas para enterarnos de los sucesos de las últimas 24 horas. Si pasaba algo adicional, pues para eso estaba el noticiero. Ahora los medios de comunicación no solo reportan lo que sucede, sino que en caso tal de que no haya nada nuevo relevante, buscan algo, lo que sea, para saciar esa gula perpetua por información a la que hemos sido condicionados. Recuerden esto la próxima vez que vean una no-noticia desplegada en sus pantallas.

Por mi cuenta, quiero seguir compartiendo en Instagram lo que quiero, cuando me provoque, y no para satisfacer un algoritmo temperamental diseñado para esclavizarnos. Quiero publicar parte de lo que hago; no hacer cosas para tener algo que publicar.

También quiero poder leer un libro, sin interrumpir mi lectura para chequear el celular. Disfrutar la vida real, sin desgastarme siguiendo los dramas en el universo digital. Y por último, pasar un solo día, sin que Gabriel trate de obligarme a ver un Tik Tok que ni siquiera da risa.  ¿Será eso mucho pedir?