El comentario fue tan inocente como el acto de retirar el tapón de una tina con agua reposada. Cuando ves que es succionada en un despiadado remolino por el desagüe, es que se aprecian las repercusiones de algo que a simple vista parecía banal.

Era una tarde cualquiera y yo jugaba con mi hijo en su cama. Fue durante el tiempo en que mi visita no era simplemente bienvenida, sino solicitada.

Entre cuentos, cosquillas y relajo, mi pequeño me dijo: “Mami, ¡tienes callecitas en tu cara!”, y clavó su dedo regordete entre las líneas que se forman en mi frente.

Recuerdo a mi mamá citando a alguien en francés cuando yo era chiquita. “La vérité sort de la bouche des enfants”, decía, y sí, sabemos que los niños dicen lo que les salga, pero ¡ouch!, escucharlo a veces duele.

Ese fue el primer indicio de que los beneficios del botox serían bien aprovechados en mi persona, pero dilaté hacerlo por años. Mientras, escondía las carreteras que recorrían el área con una estratégica galluza.

Pero no hay pena en ayudarse un poco. Envejecer con gracia no significa descartar los recursos creados con ese propósito. Y después de todo, también me pinto las canas.

Así que adelanto mi historia a la cita en el doctor. Ahí sentada en una silla que parecía lista para propulsarme al espacio, él fue marcando los puntos donde me iba a inyectar.

“Doctor, dale con confianza”, le dije, “pero te advierto que no quiero terminar con las cejas que parezcan anzuelos”, recalqué. Y con esa amenaza empezó a puyar.

Todo iba bien hasta que me entregó un pequeño rodillo frío y me mandó a presionarlo en los costados de mis ojos. “¿Eso como para qué es?”, lo interrogué. “Vamos ahora con tus patitas de gallo”, respondió.

“Dale de aquí”, pensé, pero lo que le contesté fue “Me temo que eso NO va a pasar”.

Las arrugas me hacen recordar todas las veces que hemos fruncido la cara en dolor, amargura o preocupación. Son las huellas con que el tiempo va marcando su paso por nuestras vidas y nuestros rostros.

Sin embargo, las patitas de gallo evocan disimuladas sonrisas y estrepitosas carcajadas. Son felices mementos de las alegrías que han hecho brillar nuestros ojos y la madurez con que hemos sido premiadas.

Hace unas semanas, antes de ajustar otro cumpleaños, fui donde un nuevo cirujano.

“No me toques las patitas de gallo”, le dije antes de que empezara.

“En los 15 años que tengo aplicando botox solo una persona más me ha dicho eso”, expresó sorprendido. Me reí para mis adentros. En las pocas veces que me he puesto botox, él es el segundo doctor que ha tratado de borrar las alegres pisadas que ha dejado el tiempo en la pista de baile que es mi cara.