De vez en cuando encontré una que otra noticia brillando como una moneda de 25 centavos en el fondo de la alcantarilla. Pero por lo demás, las informaciones en redes sociales de esta última semana han sido las cloacas donde corren y se desbordan, como agua sucia, los sentimientos más oscuros de los seres humanos.

El asesinato de George Floyd me conmocionó. Empecé a ver el video sin saber que estaba por presenciar los últimos minutos de vida de un ser humano desarmado, sometido e indefenso, clamando por aire y llamando a su mamá. Ver el impávido rostro de su verdugo –nada menos que un policía-, me hizo vislumbrar el caos que descendería sobre Estados Unidos. No me equivoqué.

Soy una persona optimista y trato de exprimir algo bueno de cualquier situación, aunque sea como sacarle una gota a un limón seco. Pero el panorama que se extiende ante mis ojos es desalentador. Veo intolerancia, rabia, odio y oportunismo mezclados en un caldero donde hierve una pútrida receta.

Recuerdo hace unos meses, estaba buscando una película en Netflix e iba a poner The Help. Gabriel, mi hijo de nueve años, me preguntó sobre qué trataba. Le respondí que eran las historias de mujeres de raza negra, sirvientas de señoras de raza blanca. “¿Cómo así?”, quiso saber. Le hablé un poco sobre la esclavitud y la segregación racial posterior. Mi hijo me miró como si yo fuera de otro planeta, sin entender el razonamiento de lo que le acababa de contar. “¿Los negros eran esclavos de los blancos?”, preguntó. Me dio vergüenza contestarle que sí.

Lo que para mí es un infame capítulo de la historia, para mi inocente hijo fue motivo de perplejidad. Así compruebo que nacemos buenos, pero sociedades con direccionales rotas nos lanzan a la cuneta.

Eso es lo que me duele, mucho, de la realidad que vivimos. Me pregunto si somos nosotros quienes construimos nuestra sociedad, o si es la sociedad quien nos amolda a nosotros. Tal vez es una mezcla de ambas cosas.

Aunque usualmente es un ejercicio fútil y bastante tóxico, me gusta leer los comentarios en redes sociales, no para sufrir, sino para tomarle el pulso a las emociones y pensamientos de los otros pasajeros en esta travesía humana. Y lo que he percatado es que vivimos en una especie de Torre de Babel, donde cada uno habla, razona y clama en términos foráneos para los demás. Simplemente no hay un consenso y no nos entendemos.

Hace unos días un amigo me dijo que ser humanos no es motivo de orgullo. Si vivimos como muchos lo están haciendo, definitivamente no. Pero es nuestro deber distinguirnos de los animales. Si no, ¿cuál es el objetivo de la vida?

La violencia y sus ramificaciones nunca son la respuesta. Es imposible romper las cadenas que inmovilizan la libertad y justicia con una motosierra, sin infligirle daños mayores y perpetuos a su médula.