La silueta de los edificios raspando el cielo y extendiéndose de un lado a otro en el horizonte, siempre hace que de mis labios apretados fluyan frases con buen sabor.

“Mire, ¡miren qué belleza!”, exclamo a quien esté dispuesto a escucharme. Y si estoy sola en el carro, mientras me acerco a la ciudad, lo suelto en mi cabeza mientras pienso lo afortunados que somos quienes vivimos en Panamá.

Esta es una tierra bendecida, donde el suelo generoso nos regala sus frutos y prospera la ganadería. Un país donde los desastres naturales no hacen escala. Este pedacito de istmo le regaló al mundo un atajo entre dos océanos. Es un lugar de sol picante y una humedad que se puede exprimir, pero usamos la misma ropa todo el año, sin abrigos ni bufandas. El aroma de nuestro café viaja hasta otras latitudes, y de otras latitudes nos vienen a explorar.

Lo tenemos todo, todito, todo, pero somos nosotros quien lo arruinamos.

El domingo pasado me levanté con los frases #sanapanama y #meduelespanama corriendo por mi celular. A mí también me duelen las cosas que aquí suceden, pero Panamá no tiene el poder de curarse y tampoco tiene sentimientos. Lo que late en esta tierra es el corazón de sus 4 millones de habitantes. Es nuestra voz la que ríe y son nuestros ojos los que lloran.

Por eso me duele por las chicas que, en vez de ser protegidas, han sido violentadas. Me duelen nuestros niños, esa mayoría que no tiene acceso a una educación ni siquiera básica. Me duelen los ancianos que no pueden jubilarse con tranquilidad. Todos aquellos que dependen de un sistema de salud desplomado que les arrebata la posibilidad de vivir o sanar. Aquellos jóvenes para quienes el deporte es un anzuelo del que guinda la promesa de escapar un mar sin esperanza, y luego desaparece con batazos invisibles.

Tantas cosas que están mal con nuestro país, a causa de quienes nos gobiernan, nos roban, se burlan y traicionan, pero no hacemos nada. Ese rugido leve de nuestras lamentaciones, nos arrulla a un sueño profundo, del que cada vez se hace más difícil despertar. Sin querer nos hemos vuelto cómplices de la apatía.

Tengo 46 años y recuerdo con claridad los años que precedieron el desplome de la dictadura. El fragor de cucharas contra pailas era el sonido de cada día; ahora solo escucho débiles quejas. Recuerdo los enfrentamientos entre oprimidos y opresores. Yo vivía en un piso 15 y observaba todo lo que acontecía, hasta que mi mamá nos ordenaba temerosa que nos alejáramos de la ventana, no vaya a ser que una bala perdida llegara a nuestra morada.

Ahora estamos huérfanos de líderes verdaderos. La rectitud se perdió en una carretera llena de baches y curvas. La mayor injusticia es, irónicamente, que ha sido secuestrada la justicia y el compás para encontrarla ha desaparecido. Las acciones valientes de unos pocos se diluyen en el tsunami arrollador de la mayoría.

No, a mí no me duele Panamá. Panamá es una tierra bendecida; son algunos de sus ciudadanos los que son una porquería.