Nací en una sociedad patriarcal, pero con un giro. Crecí en un sistema donde las mujeres son comparadas con el cuello que hace que una cabeza se mueva, y con la columna que sostiene al cuerpo. Me parece legítimo, pero me pregunto ¿es suficiente?

Me formé escuchando las proezas de grandes damas en mi familia. Abuelas que criaron 10 hijos, limpiaban las alfombras a porrazos en la azotea de su casa, remendaban la ropa que iban pasando de un hijo a otro, y aprovechaban el invierno para hacer preservas que duraran toda la temporada.

Mi propia mamá ha sido un dínamo toda su vida. La recuerdo haciendo su postre de galletas María con chocolate, llevándome al dentista, participando en cuanto comité escolar hiciera falta, organizando actividades comunitarias y trabajando con determinación en el negocio familiar.

Cuando yo me gradué de la escuela, y me disponía a empezar la universidad, era común que le preguntaran a las jóvenes -medio en risa, medio en serio- si era MMC: “mientras me caso”. Porque, a decir verdad, las mujeres siempre fueron consideradas capaces, inteligentes, y empoderadas -sí, en una época donde esa palabra no estaba ni siquiera de moda. Pero claro, se esperaba que todo ese potencial fuera destinado al contexto de formar y administrar un hogar.

No me malinterpreten: pienso que la mayoría de las mujeres tenemos una habilidad que los hombres aún no han desarrollado y eso hace más precioso el esfuerzo que invirtamos en construir hogares sólidos y proveer a nuestros hijos con toda la atención y amor que necesitan. Poder hacerlo es además una gran bendición. Pero no porque sea lo más importante, es lo único.

Hoy se conmemora el Día Internacional de la Mujer, y recuerdo el día, hace cinco años, en que acepté esta propuesta de trabajo. Fue, de casualidad, durante el colapso de mi matrimonio. Sé que fueron momentos difíciles para mis hijos, y los admiro por haberse adaptado como campeones a ese cambio.

Se supone que el trabajo iba a ser algo temporal, pero fue una oportunidad que recibí con las manos abiertas y los brazos extendidos. Sin embargo, cuando se lo dije a mis hijos, el mayor respondió: “Excelente. Primero mis padres se divorcian, y ahora mi mamá trabaja. Es lo único que me faltaba”.

Entiendo lo desconcertante que debe ser para un niño o un joven que el eje sobre el que rota su mundo de pronto se sacuda. Pero he aprendido que hay que ser como el agua y aprender a acoplarnos.

Creo que estos últimos cinco años han sido de mucho aprendizaje para todos.

Yo descubrí que es posible desarrollarse en distintas facetas. Y aunque a veces hay que hacer concesiones, porque el tiempo es finito y no alcanza para todo, una cosa no excluye a las otras. Como dijo Sophia Amoruso, la de Girlboss: es posible tenerlo todo, solo que no al mismo tiempo.

En cuanto a mis hijos, sé que han aprendido a verme a mí -y a las mujeres- con otros ojos. Por las tardes, cuando se abre la puerta principal de la casa, es su mamá la que llega. Han asimilado que aunque esté en una oficina, existen los teléfonos. Que a pesar de no estar en la casa, mi cabeza está con ellos. Que aunque ya no me pongo a hornear galletas tanto como ellos quisieran, pueden disfrutar de otros beneficios.

Sé que esta nueva visión eventualmente repercutirá en la manera en que ellos vean, perciban, traten y se relacionen con las mujeres. Si eso es lo único que faltaba, pues estoy feliz por ellos.