Las aceras le abrían el paso a mi carro, que rodaba contento por calles despejadas. Desde edificios en mi vecindario, hasta las calles en Brisas del Golf, que se cruzan como rayas en un cuaderno cuadriculado, llegué a desplazarme por gran parte de la ciudad con mi cargamento de libros en el asiento de al lado.

A lo largo de mi vida profesional siempre me he desempeñado ofreciendo un servicio. Ya sea con un contrato, o freelancing por aquí y por allá, mi trabajo primordial ha sido escribiendo. Vender un producto ha sido una experiencia completamente novel para mí.

Hay personas que son buenas vendedoras; otras son como yo. A mí me da pena hasta ofrecer boletos para una rifa de $3.

Ahora que publiqué mi libro y ha recaído sobre mí el mercadeo, distribución y comercialización del mismo, tengo una mejor apreciación de lo que tantas personas enfrentan día a día. Se requieren toneladas de valor y kilómetros de tenacidad para que un emprendedor impulse sus sueños y alcance sus metas.

Les cuento: los primeros días después de haber recibido los libros, salía de mi casa con una caja en mis brazos y una sonrisa en la cara. La indumentaria era ropa flexible con zapatos cómodos. Repartir ejemplares era emocionante, más que nada por la satisfacción de que los pedidos me llegaban y se estaban vendiendo solos.

Perooo, cuando fueron transcurriendo las semanas, y ya la mayoría de las personas que me conocen o me leen adquirieron su copia, el movimiento fue menguando. Se hizo hora de desarrollar una estrategia de negocios, algo de lo que no sé mucho, por no decir nada.

Por otro lado, mi libro tiene autoestima. Hace un tiempo, mi mamá me sugirió: “¿Por qué no le ofreces una copia a tal o cual persona?”. Y le contesté: “Porque dudo mucho que tal y cual persona lean”. Entonces me dijo algo como “no importa, mientras lo compren”. ¡Y no! Mi libro es como un cerebro: si vas a tenerlo, es para usarlo. Quiero que cada copia encuentre un hogar donde lo quieran y lo lean, donde aprecien lo que tiene adentro, la atención a los detalles con el que fue desarrollado y las magníficas ilustraciones con que fue decorado.

¿Entonces ven? No solo soy una mala vendedora, sino que encima me pongo quisquillosa.

Cada libro que despacho es minuciosamente registrado en mi hoja de Excel. Todos los días hago llamadas a ver qué nuevo proveedor me abre las puertas. Primero estaba pendiente de que las ventas cubran los gastos, y luego he ido restando cuántos libros faltan para empezar a ver una ganancia.

Me da placer ver que, gracias a D-s, la pila de cajas en mi desayunador se ha ido encogiendo, y me he sentido agradecida cuando hago llegar un libro hasta San Miguelito.

A pesar de que critico a quienes usan el Whatsapp como mercaderes en un bazar, ahora tengo empatía por quienes tratan, por este medio, de salvar su jornada. En más de una ocasión he cavilado en quienes se ganan la vida con las sorpresas que trae el día a día, y termino admirando un talento que aún no tengo.

Yo también he ofrecido con timidez mi libro por chat y ahora distingo entre el júbilo cuando alguien te felicita y entusiasmado te compra, y el desánimo que te provoca aquel conocido que te deja en visto.

A quienes me leen les digo, la próxima vez que alguien les mande fotos de los pasteles que cocina, díganle lo apetitoso que se ven. Si te ofrecen sabanillas tejidas, contesten que lo tomarán en cuenta para un próximo regalo. Y cuando no encuentren otras palabras, solo digan gracias: aunque no nutre a quien lo lee, sí lo reconforta.