A través de una puerta, el pasillo y otra puerta más, escuchaba los alaridos de mi hijo mayor, desesperado. “Yaaaaaaa, por favorrrr, cállense”, imploraba con una voz ahogada, me imagino que por su almohada.

Eran las 11:44 p.m. Algunos individuos en mi casa ya estaban listos, si no para dormir, por lo menos para sucumbir a la comodidad de sus camas y flotar hacia el sueño en silencio y armonía. Pero en el cuarto de al lado estábamos Gabriel y yo, dándole con ganas a la flauta dulce.

La semana anterior, el profesor de música de su escuela le asignó a cuarto grado aprender a interpretar el himno de Israel con ese instrumento. Por video. En esta casa ninguno de nosotros somos virtuosos de la música. Creo que no sabemos ni silbar bien. Pero bueno, cuando el deber llama, uno contesta.

Para ser alguien que pasa tanto tiempo jugando con aparatos electrónicos, pensé que la destreza adquirida por Gabriel para manipular los controles del PS4 le serviría para maniobrar sus dedos sobre los agujeros y dominar las notas en la flauta. Me equivoqué.

Por más que trataba, el himno no estaba sonando como debía. Era una disfonía que alteraba la sensibilidad de mis oídos. Pero cada vez que le pedía que me pasara la flauta para tratar de enseñarle, me decía que no, porque se la iba a babear.

Gabriel es el menor de mis hijos. Tengo desde el año 2005 comprando flautas a principios del año escolar, y nunca, jamás, he visto ni escuchado a ninguno de ellos tocando pero es que ni Los pollitos. Eso, aunado al recuerdo de que yo formé parte del coro de flautas de la escuela y me presenté en todas las funciones de fin de año, despertó en mí las ganas de volver a tocar.

Así que me apoderé de la flauta y le dije que le compraría otra que no estuviera “babeada”. Suavemente me puse a tocar y les digo que lo que me falta en talento, lo repongo en ánimo.

¡Qué felicidad! Por lo menos para mí. Los demás residentes de mi casa no estaban tan contentos. Hasta la cacatillacomenzó a chillar y revolotear.

En eso vino Cosa 2 a ver cuál era el alboroto, y me recordé que pocos días después iba a ser su cumpleaños. Le anuncié: “Hijo, este año va a ser diferente. Te cantaremos HappyBirthday con la flauta”. Su respuesta fue: “Jaja, no gracias”. Y se fue.

Llegó el domingo en la noche, momento en que comenzó este relato, y en el forcejeo perpetuo para que Gabriel se fuera a dormir, me sale con: “Mami, mañana es el cumpleaños. ¿No que ibas a aprender el Happy Birthday?”.

Me lanzó el reto y no lo podía ignorar. Gracias a los tutoriales multidisciplinarios de YouTube encontramos un video con el paso a paso. Lo pusimos en cámara lenta y luego de tan solo dos horas pude dominar las 25 notas de la canción con un mínimo de equivocaciones.

A partir de la fecha, tenemos una nueva tradición en mi casa: los Feliz Cumpleaños ya no se cantan; ahora se tocan.

(Le dedico esta columna con mucho cariño al recuerdo del distinguido profesor Adolfo Prescott, quien dirigió el coro de flauta en mi querida Academia Hebrea de Panamá).