El librito parecía una rebanada de queso, aplastado entre una agenda arriba y un cuaderno abajo. No recuerdo qué estaba escarbando yo en la gaveta, pero encontrarlo no pudo haber sucedido en un momento más oportuno.

Hace un par de semanas decidí ponerme pilas con los módulos escolares de Gabriel. Él es el menor de mis hijos, y a los nueve años, es el más consentido de mis cachorros.

Le reforcé el horario para irse a dormir y despertar, y resucité la frase “No son vacaciones, es una cuarentena”. Para que supiera que vamos en serio, le ordené ponerse el uniforme escolar –al menos la parte de arriba-, para dar sus clases. Y lo más importante, le dije que sin importar la hora en que terminara, no podía jugar con el Ipad hasta las 3:00 p.m., para que desistiera de la idea de hacer sus trabajos como un maniaco desenfrenado, para ponerse a jugar Fortnite.

Nos costó, pero a la semana ya estaba fluyendo en su nueva rutina y se notaba el esfuerzo que estaba haciendo.

Fue ahí que encontré el librito que hacía años había comprado, y nunca había usado. Cada hoja es un cupón para premiar o incentivar a los niños, y se me hizo claro que era hora de aprovecharlo.

Arranqué un cupón, válido para ver una película, con una bebida y una merienda de su escogencia. Fui a su cuarto y le dije: “Gabriel, te felicito por el esfuerzo que has hecho todos estos días. Te ganaste este cupón, y si sigues así, cada día te daré otro”.

Se puso feliz. Vimos Harley Quinn, cada uno con un vasito de Cotton Candy Cap’n Crunch, cereal que tengo escondido en mi closet para mi consumo personal. Al día siguiente le di el cupón que lo exime de bañarse una vez. Proclamó eufórico por toda la casa que “¡Mañana no me baño!”. Al tercer día le di uno que lo exonera de hacer algo que no quiera, y me anunció que lo iba a usar alguna noche en que no le gustara la cena. Yo estaba complacida con este sistema, pero estaba más contenta de verlo contento a él.

Hasta el día siguiente, en que me preguntó “¿Y mi cupón?”. Le contesté: “Te lo tienes que ganar”. “Pero quiero mi cupón”, insistió.

Quedé extrañada. No sé en qué momento estas muestras de ternura y benevolencia dejaron de ser mi prerrogativa, para ser usadas a mi discreción y como mejor me parezca por su bien, y se convirtieron en foco de sus exigencias.

– “Mi amor, yo no estoy obligada a darte un cupón”, le expliqué.

– “Pero lo quiero”, repuso quejoso.

– “Te lo tienes que ganar”, le recordé.

– “Ok, ¿pero cuándo me lo das?”, insistió, y ya me estaban dando ganas de contestarle que nunca, pero en vez le dije con firmeza: “Cuando YO estime conveniente”, tratando de no perder la paciencia.

Me alejé de su cuarto pensando que, como mamá, estoy obligada a velar por él y asegurarme de su bienestar. Todo lo demás son extras. Y en ese preciso momento me di de cuenta: los adultos no somos tan diferentes a nuestros niños caprichosos, solo que a nuestros cupones les ponemos otros nombres.

Le pedimos a la vida, “quiero esto”, “quiero lo otro”. Nos sentimos con derecho a recibir cosas que no siempre merecemos. A veces nos ponemos exigentes, y se nos olvida que debemos estar contentos con nuestra parte. Cuando estemos listos para recibir lo demás, D-s  lo mandará.