Una vez al año efectúo una limpieza total y absoluta en mi casa. Solo que el año pasado no la hice y el año antepasado tampoco. A decir verdad, puede ser que me la haya saltado una que otra vez más, pero por lo demás TODOS los años la hago.

Es increíble la cantidad y calidad de chécheres que vamos acumulando con el tiempo. Por ejemplo, se te rompe un teclado y compras uno nuevo. Pero no botas el viejo, porque qué tal si llegases a necesitar una letra de repuesto, la B o la Z, por ejemplo. O el collar de plumas que te llevaste de la hora loca de una boda. Puede ser que algún día te inviten a una fiesta de disfraces y quieras vestirte de… la verdad no tengo idea de qué, pero la lógica es la misma, y no te deshaces de las cosas en el momento oportuno “por si acaso” algún día te sirve “algo”.

Y cuando te das cuenta, estás como yo: con los libreros que se están desbordando, en tus gavetas aparecen garantías de artefactos que ya no existen, y en el clóset de tus hijos aún encuentras implementos de bebé como colchas para la cuna y esterilizadores (mi bebé va a cumplir ocho años). Así que este año me dispuse a hacer la limpieza con un espíritu temerario y sangre en los ojos. Iba a sacar los artículos que no necesitaba sin misericordia.

Eso requirió temple, porque empiezan a aparecer cosas que para qué les cuento. Como cintas VHS. Ayyy, no puede ser, ahí está El rey león, mi película animada favorita. No lo quieres ni botar ni regalar ni donar. No importa que YA NO TIENES un reproductor de VHS en el cual pudieras ver una película en tiempos de Netflix.

A pesar de situaciones similares, perseveré y terminé de hacer policía tras una semana de estar en eso. Pero entonces surge la segunda barrera. El día que venían los señores de Teen Challenge a recoger las cosas que iba a donar, me llama uno de mis hijos. “Mami, ¿no tienes un iPhone 4?”. Mmm, no, le respondo. ¿Por qué? “Es que sacaste unas bocinas que todavía están buenas, pero son muy viejas y solo sirven para conectarle música desde un iPhone 4”. Como ven, no tengo un iPhone 4, y si tuviera un iPhone 4, ya estuviera en Encuentra 24 buscando quién quisiera comprarlo en tiempos de iPhone 8 para arriba.

Pero la mejor (peor) parte de este proceso catártico para mi casa fue cuando llegué a la cocina. Encontré un rostizador de pollo. ¿Cuándo en LA VIDA he rostizado yo un pollo? En una de las tablillas más altas del clóset de la cocina, esa que solo alcanzas trepada en la silla o en una escalera, hallé un tupper con las servilletas temáticas que me fueron sobrando de cada uno de los cumpleaños de mis hijos, desde que el mayor cumplió un año (ya tiene 18). De bombero, el de piratas, el de la granja, el de los peces… ¿Quién guarda eso? ¡Fuera! Encontré un aparato para afilar cuchillos (¿?), un asador de salchichas (¿¿??), un artefacto para pelar papas (¡!) y los 21 vasos térmicos y tazas de café que he ido acumulando en los años, fina cortesía de las personas que con mucho cariño me los han ido regalando.

Déjenme hablarles del pelador de papas. Es un aparato que requiere apoyar la papa en una base y atornillarle algo que la fije arriba, y después darle vueltas a una mancuerna para que gire la papa y se vaya pelando. Por lo más sagrado que no tengo idea cómo ni cuándo llegó eso a mi casa, ¡pero les aseguro que nada es mejor que un cuchillo para pelar una papa!

Al final lo logré. Boté lo que no servía, regalé lo que no quería y reciclé lo que se podía. Y les digo que me sentí de maravillas.

(Eso hasta que fui a un comercio de la localidad a comprar un escurridor y un basurero nuevo para la cocina, y vi que vendían unos moldes para hacer paletas de colores. Eso es un cuento para otro día).