Todo lo que nos separa son tres pasos, un tirador y una bolsa plástica.

La barra de chocolate amargo, con trozos de naranja, y el dulce de mazapán recubierto, que traje de Israel, me esperan impacientes adentro de la gaveta.

En realidad, la que está impaciente soy yo. Quiero atajar la distancia de un salto, abrir la gaveta, romper el plástico, rasgar el papel, y clavar mis dientes golosos en esos trozos de gloria azucarada.

Eso es lo que quisiera, pero espero no hacer.

Tengo miedo de subirme en ella, así que desconozco lo que opina la pesa de todo este melele. Sin embargo, el espejo no miente, y la ropa tampoco. El reflejo de mi figura delgada es un recuerdo prepandémico. Vestirme por las mañanas ya no es una actividad que me entusiasma, ya que en un closet lleno de ropa, me toca rotar entre las pocas piezas que no me cortan la circulación ni me aprietan.

Ayyy, ¡qué difícil es adelgazar! Y para mí, esta es la paradoja de la libertad y un ejemplo en extremo válido de lo que significa.

Porque a simple vista parecería que las restricciones que me auto impongo para perder esas odiosas libras son opresivas, pero la realidad es justo lo contrario: me liberan.

Y así, pues, destaco una vez más lo que llevo toda la semana diciendo: solemos confundir autonomía con libertad. En la primera, gobiernas tu vida como mejor estimes; en la segunda, eliges hacer lo que debes, aunque no quieras o te cueste.

Libre es el que tiene la capacidad de doblegar su instinto y no ser esclavo de él. Yo quiero ser libre -y flaca.