Va a ser divertido, decían. Queda aquí cerquita, decían. Tía Dalia llevó a sus hijos, decían.  Todos esos argumentos, con otros más, esgrimieron los niños y me convencieron. Así que resignada apiñé a mis hijos, una sobrina y mi persona en el carro en lo que iba a ser nuestra primera expedición del año. El destino: el chorro de Las Lajas, en Chame.

¿Mencioné que era el 1 de enero y la inversión de carriles estaba en su apogeo? Le advertí a la tropa que si nos topábamos con tranque iba a recular y volver por nuestras maletas para salir de regreso a la ciudad. Pero, “ups”, en eso me di cuenta de que tenía que echarle gasolina al carro, que estaba con la E de “échele” prendida. Así que me guste o no, quedamos embarcados.

Recorrimos tres kilómetros para allá y luego seis kilómetros para acá, para ponernos del lado correcto de la carretera. Luego giramos a la derecha y nos adentramos monte adentro.

Antes de seguir, quiero recordarles que todos los que íbamos en el carro somos capitalinos. A la que más se le nota ese detalle es a mí, que le tengo pavor a las mariposas y solo sé caminar bien sobre tierra firme y seca.

A medida que el camino se fue tornando más rústico, me empecé a poner nerviosa. Y empezaron a martillarme las dudas. ¿Para qué te metes acá? ¿Si se te “flatea” una llanta qué haces? ¿Y si el carro cae en un hueco, quién lo va a empujar? ¿Será que hay señal? ¿A quién le dijiste para dónde ibas? ¿Si pasa algo cómo sabrán dónde buscarte?

El carro lo tuve que dejar a un lado y proseguimos caminando. Cuando vi a un grupo de gente viniendo en el sentido contrario, con alboroto y un cooler en la mano, caí en la cuenta de que tal vez había sido un poco irresponsable de meterme con cuatro niños (no importa que dos de ellos me llevan una cabeza) en un lugar del cual sin Waze no sabría ni cómo salir. Sumado que era un feriado y hay mucha gente tomada, sentí miedito.

Dije: “Niños, media vuelta. Nos vamos pa la casa”. Pero las protestas no se hicieron esperar, por lo que seguimos un poquito más. Cuando llegamos encontramos piscinas de agua natural entre las piedras y varios bañistas disfrutando la sentada. Miré para un lado, luego para el otro, pero no vi ningún chorro. “Disculpe, ¿qué es lo que es?”, le pregunté a una señora que estaba ahí, porque en verdad yo misma no sabía ni dónde estaba ni qué estábamos buscando.

Muy amablemente me dijo que si seguíamos derecho, cruzábamos el agua y caminábamos entre las lajas, llegaríamos a la atracción principal. Jeje, no creo. “Niños, nos vamos”, declaré. Ellos también estaban decepcionados, porque esto no era lo que se habían imaginado. Caminamos de regreso con las toallas al cuello y las miradas en el suelo. “¡Me quería tirar en el chorro!”, exclamó Cosa 1. Le dije “Bueno, ahora que llegamos a la casa, cierras los ojos y te tiras a la piscina”. Cosa 2 apodó esta triste marcha de regreso “La retirada”.

Ya en el carro, y con mayor señal, llamé a la tía Dalia para preguntarle exactamente a dónde había ido ella, porque no creo que hayamos ido al mismo lugar. No vayas, dijo. Hay bichos, dijo. Puede haber serpientes, dijo (ella también es una capitalina).

Ya en la oficina al día siguiente, le conté nuestra (des) aventura a Isaac, y como todo milenial que se respeta, buscó de una vez “El chorro de Las Lajas” en Google. Cuando aparecieron fotos en su pantalla, quedé picada. ¡Vieran qué belleza de lugar! O Waze nos dejó en el lugar equivocado o debimos haber caminado más. Así que niños, alístense, que volveremos.