Hubo un intercambio de miradas y luego una explosión de risas. Estábamos cenando el 30 de diciembre y le pregunté a mis hijos que qué les parecía si compraba dulces y bebidas para hacer un “Sweet & Drinks” en casa la noche del 31.

“¿Acaso hay un plan mejor?”, dijo uno riéndose. “Este Año Nuevo va a ser el peor de la historia”, dijo otro.

Pues lo que pasó a continuación viene a enseñarnos a no quejarnos: las cosas siempre pudieran ser mucho mejor, pero también un poco peor.

Una hora después llegó la llamada de otro de mis hijos, que estaba donde el papá, a contarme que la prueba que se hizo el día antes, por un “resfriado”, le salió positiva por Covid.

Era cuestión de tiempo para que esto pasara. En mi cabeza, el Covid es un ejército enemigo que viene de todas las direcciones, galopando en caballos a toda velocidad.

Afortunadamente, mi hijo se sentía bien. El detalle estaba en que ese día, los dos hermanos que cenaron conmigo, estuvieron con él donde su papá, lo cual me olía a malas noticias.

Siguiendo las recomendaciones del Minsa, todos los afectados entraron en aislamiento preventivo. Si una hora antes, el prospecto de Año Nuevo parecía terrible, pues se acababa de poner peor.

Mientras tanto, Gabriel, de 10 años, me llamaba por su celular. Yo no le contestaba, porque estaba hablando con mi hijo positivo, con su doctor, mi doctora naturista y la comisión comunitaria para manejo de emergencias, todos a la vez, y yo en modo ‘control de crisis’. Pero al ver su insistencia, respondí. “Mi rey, ¡estoy en la casa! ¿Por qué me estás llamando?”, y cuando le escuché su vocecita, mi corazón se ablandó.

“Ma, ¿qué está pasando?”, me dijo con voz llorosa. De una vez me fui a su cuarto, donde estaba atrincherado. Si no tuviera gavetas abajo, seguro se hubiera escondido del Covid debajo de su cama.

“¡Yo no quiero que me dé Covid!”, decía. Traté de calmarlo, diciéndole que en el caso improbable de que se contagiara, sería leve, como el hermano. “¿Cómo sabes que no va a pasar lo que tú ya sabes que puede pasar?”, repuso, y no supe si reír o llorar.

Para hacerles el cuento corto, Gabriel empacó su maleta… y se mudó al otro extremo de la casa. Se llevó su ropa, toallas, marcadores, tableta, mantita, almohadas y cables lo más lejos que pudo de su cuarto y el de sus hermanos. Ese pelaíto no iba a coger chance de respirar o inspirar una Covid errante. Por dos semanas fue usuario de mi baño y demás facilidades de mi cuarto. Parecía un refugiado en la sala. 

En cuanto a sus hermanos encuartelados, me sentía como una gendarme en la cárcel, llevando bandejas de comida, barras de jabón y papel higiénico, y depositándolos a la puerta de sus celdas, que digo, cuartos.

En cuanto a la noche de Año Nuevo, Gabriel y yo lo recibimos en el balcón, yo con un café y él con una Coca-Cola. A las 12 grité “¡Feliz Año Nuevo!” y él me contestó “¡Jumanji!”.