Un remolino rosado, de muñecas, vestidos y peluches, me atrapó.

Fui a visitar a mis sobrinas. La tarde prometía ser una sinfonía de cuentos y risas. Pero los cuentos no los narré yo.

Emma, de cinco años, me recibió con una tiara en su cabeza y zapatos de Cenicienta que chancleteaban con cada pasito que daba. Emocionada, me dijo que fuera a su cuarto, donde procedió a mostrarme con mucha parsimonia, todos los tesoros que allí coleccionaba.

“Tía Sari, mira mi pulsera”, exclamó mientras abría una cajita de madera (pintada por ella, asumo), y decorada con calcomanías de corazón. “Oh, wow, qué lindo”, dije al ver la colorida pieza de hilos revueltos y los demás checheritos que guardaba.

Fue sacando todo: llaveros con escarcha, sortijas de plástico, caracoles y hasta un labial.

Luego me mostró sus juguetes y me presentó a sus peluches. Procedió a abrirme el guardarropas y sacarme sus vestidos. Cuando ya no quedaba un alfiler suyo que enseñarme, empezó a hacer lo mismo con las cosas de su hermana.

“Emma, no me tienes que mostrar todo hoy. ¡Deja algo para otro día!”, le dije, pero me hizo hasta bajarle cosas de las tablillas que ella no alcanzaba y un unicornio de papel de su último cumpleaños.

Se me olvidó mencionarles que a todo esto, yo también tenía puesta una corona de plástico que generosamente me prestó.

“Hey Emma, dale una corona a tu hermana y nos tomamos una foto las tres, para mandársela a tu papá”, le sugerí cuando apareció mi sobrinita de seis años.

Y así, entre risas y magia, saqué mi celular. “¡Sonrían para que papi vea a las tres princesas!”, les dije, pero la respuesta de Emma me sorprendió.

“Tía Sari, ¡princesas no! Somos las tres reinas”, exclamó con convicción. Yo me quedé cavilando en lo maravilloso que es tener esa edad y pensar en grande; no limitarse.

Mi deseo como tía es que, al pasar los años, al igual que las hojas de un libro, siga narrando su propia historia y recordando que puede ser la reina o lo que decida. Ella es la principal protagonista.