Los minutos pasan y me voy impacientando. La gente va llenando el salón de reuniones de gota en gota, como si fuera un pequeño balde de agua. “¿Cuándo empezamos?”, pregunta una vecina. “Faltan 10 personas para que haya quorum”, contesta otra. Grrr, pienso yo, ¡que se muevan! Habían convocado la Asamblea de Copropietarios para hace casi una hora…

Atrás unos vecinos platican animados. Otros están absortos en sus celulares, hay quien mira hacia la nada, y yo por mi lado escribo esta columna.

Empieza la llamadera y los mensajes de chat. ¿Vienes? ¿Vienes? ¿Vienes?, disparan los celulares preguntando. Las respuestas son ‘no’, ‘quizá’, ‘no sé’.

Tengo ganas de que cancelen esta reunión, pero prefiero aguantar el malestar que pasar por este suplicio de nuevo otro día porque, oh sí, la próxima vez no va a ser mejor que esta. Siempre es lo mismo; siempre es igual. Vecinos: si no quieren, no pueden, o no quieren participar de las reuniones, sean adultos y firmen un poder. ¡Es muy fácil! Escriban en un papel: “Yo Fulanito, del piso XX, autorizo que Menganito me represente en la asamblea de copropietarios”, y firman abajo y ya está. En mi edificio ya nos estamos modernizando y hay quienes incluso lo mandan por Whatsapp.

Ok, así que antes de que se venza el plazo se materializan la mitad más uno de representantes necesarios para tener quorum y empezamos la reunión.

El primer punto en el orden del día es seleccionar la nueva junta directiva. Ups, pero nadie quiere ser presidente, vice, secretario ni tesorero. Postulo a mi sobrina, quien está sentada al lado mío, pero se voltea, me pega, me dice que si estoy loca, y no acepta mi nominación.

Por lo menos hay cinco voluntarios para el puesto de vocal. Para ellos un aplauso sarcástico. Todo el mundo sabe que las vocales necesitan consonantes. Una junta directiva llena de vocales… pónganse serios. ¿Dónde están las personas con verdadera vocación y entrega? Miro hacia el techo y me pongo a silbar, porque yo no soy una de ellas.

Cuando pasan al segundo punto y empiezan a hablar de los ingresos, cuotas, retornos y presupuestos, bostezo.

Están hablando de barandales, pintura, cercas y filtraciones. Me volteo a ver, y me doy cuenta que nadie está prestando atención. Todos tienen los ojos clavados en su celular. Yo casi dejaba el mío cargando en casa; menos mal que me lo traje.

Pero al cabo de un rato entramos en materia y la cosa se pone caliente. En qué gastamos la plata, cómo mejoramos la seguridad, esto sirve, eso no. Uno opina una cosa, el otro opina otra, y de repente todos somos expertos en seguridad, arquitectura, contabilidad y recursos humanos. Se prendió el rancho.

Mi hijo de 14 años bajó un rato a la reunión (no sé para qué) y me murmura “esto está más divertido que jugar Fortnite”, y lo está diciendo muy en serio. Mi sobrina, que se había cambiado de puesto, me escribe por Whatsapp “hubieras traído popcorn, que el show está bueno”. Y yo que casi me iba a ir.