No había que pensar mucho. Cada vez que una pelota rompía una ventana, un gato salía huyendo o en el colegio ocurría una trastada, todos los ojos automáticamente buscaban a Tomás.

Ay, Tomás. Con su mirada desafiante y cabello desordenado, cuerpo flaco y pasos arrastrados, no era inusual verlo enfilando hacia la oficina del director. Cuando el celular de su mamá sonaba, y la pantalla alertaba “escuela”, ella solo torcía los ojos, recogía las migas de paciencia que le quedaban y se preguntaba “¿Y ahora QUÉ habrá hecho Tomás?”.

Empezar una guerra de comida a la hora del almuerzo.

Dibujar en el tablero una caricatura inapropiada.

Hacer comentarios disruptivos.

Desquiciar a los profesores.

Estas son algunas de las travesuras en el historial de Tomás. Si en las escuelas repartieran pasaportes, el de él probablemente se quedaría sin hojas en blanco, con tantos viajes que hacía a la oficina del rector para amonestaciones, suspensiones y casi expulsiones.

Hasta que un día dejó de aparecerse por allá. Al principio los profesores y la secretaria del director pensaron que Tomás estaba enfermo y se había quedado en casa; luego acreditaron la quietud en el colegio a una racha de buena suerte; pero cuando más semanas fueron pasando y aún no daba indicios de meterse en algún problema, empezaron a preocuparse.

¿Qué estará tramando Tomás?

Pero sus notas, que hasta el momento habían sido, como mucho, mediocres, poco a poco fueron mejorando. Rechanfles, esto es algo que nadie se esperaba.

Por supuesto, lo que empezó como una ligera curiosidad se transformó en una incógnita de proporciones épicas: ¿qué fue lo que propició que un joven pícaro, desobediente y revoltoso, hiciera este cambio radical?

Esto era tema de debate en el salón de profesores. Cuando no llegaron a un consenso, fueron donde el director a interrogarle. Aunque estaba complacido con el cambio en su estudiante, tampoco tenía la respuesta.

El año lectivo ya se iba a terminar, cuando su consejero se atrevió a preguntarle.

“La otra vez, que escondí los rollos de papel higiénico de los baños, me llevaron de nuevo a la oficina del director”, empezó Tomás su explicación. “Yo estaba aburrido de escuchar el mismo sermón de siempre, y mi cabeza estaba en otro lado, cuando la señora Isis [la secretaria] interrumpió por el intercom para decirle que tenía una llamada. Pero el director no la tomó. Le respondió a la señora Isis que pidiera que le dejaran el mensaje, porque estaba en una reunión importante. La reunión era CONMIGO. Después de todo lo que yo había hecho, y la cantidad de veces que había estado en esa silla, escuchando el mismo sermón, no podía creer que el director me consideraba importante, y no como un caso perdido. No sé, pero en ese momento algo cambió”.

No conozco a Tomás, de hecho, ese no es ni siquiera su verdadero nombre. Pero me alegro por él y por los otros Tomases del mundo. A veces solo necesitas que alguien crea en ti, para tú poder hacer lo mismo.