Por más horrorosos que hayan sido, hay sucesos en la vida que no nos permitimos olvidar. Para mí, el 19 de julio de 1994.

Esa tarde transcurría para todos, como todas las demás. Yo tenía 19 años. Estaba en mi casa, enfrascada en un trabajo para la universidad. Aunque no le estaba prestando atención, la televisión estaba encendida. Me gustaba que su sonido me acompañara. De pronto, la programación se interrumpió con una noticia de última hora: una avioneta de Zona Libre se presumía accidentada.

Me levanté alarmada. En los años 90, la Zona Libre de Colón era un sector efervescente, y todos teníamos por lo menos un familiar, amigo o conocido que ahí laboraba. Al aproximarme a la pantalla, vi la imagen de una avioneta de carga. Pensé: “qué mal”, con la tristeza que te embarga cuando contemplas una desgracia, pero con el alivio de pensar que no te toca.

Terminé mi trabajo y salí para una clase que tenía a las 6:00 p.m. Pero escuchando la radio en el carro, todas las emisoras fueron boxeadores que me aturdieron con las palabras “empresarios”, “Zona Libre”, “Alas Chiricanas”, “accidente”.

Llegué a la universidad y corrí al teléfono público. En ese entonces no había celulares y mucho menos redes sociales. Quería llamar a alguien que me explicara qué estaba sucediendo, y no sabía a quién. Le marqué a una amiga, pero el auricular estaba dañado. Yo la oía, pero ella no me escuchaba. La angustia se me empezó a desbordar.

Regresé a mi casa llena de incertidumbre. Apenas abrí la puerta, mi mamá vino corriendo a mi encuentro. “¿Escuchaste? ¿escuchaste?”, me gritaba. “¡Hashem yishmor!”, que D-s nos cuide, exclamó en hebreo. Imagino que el horror y el desconcierto en su cara eran replicadas en todas las otras casas de mi comunidad.

Lo cierto es que la mayoría de los pasajeros en esos vuelos diarios de Alas Chiricanas que iban y venían entre Panamá y Colón eran empresarios judíos. Hice un recuento mental del paradero de cada miembro de mi familia, porque la realidad es que en ese avión pudo haber estado cualquiera.

Las siguientes horas fueron terribles para todos. Pero después fue infinitamente peor para algunos. Confusión, perplejidad, dolor. Habían muchos rumores, pero no había claridad en cuanto a quiénes fueron los amigos, padres, hijas, madres, hermanos, esposos e hijos perdidos. Y mientras se contemplaban los posibles nombres, emergió otra trágica realidad: nuestra pequeña comunidad, hasta ahora aislada de terrores similares, había sido golpeada irrevocablemente. Una bomba había hecho estallar el vuelo 901 en el aire.

Horas después pasaron en la televisión la lista confirmada de víctimas. Y con cada nombre, un grito, aturdimiento, un “¡no puede ser!”. Jamás olvidaré que mi hermano, quien también trabajaba en Zona Libre, por designios de D-s estaba de viaje. Conmocionado, estábamos al teléfono en esos implacables momentos, y mientras le repetía los nombres que emanaban de la tele, ambos llorábamos.

Esa noche no fue oscura; fue completamente negra. El día siguiente, imposible. La ley judía estipula que los funerales deben realizarse lo antes posible. El alma sufre con cada minuto de atraso. Y así, la calle de la sinagoga contenía un dolor colectivo, indescriptible, tan fuerte, que casi se podía tocar. Las lágrimas corrieron como cascadas, por horas, mientras esperábamos el cortejo y tratábamos de asimilar la magnitud de lo que estábamos viviendo. Eran tantas las víctimas, que debieron acomodar dos en cada carro fúnebre. Eso es otra cosa que jamás podré olvidar.

Demoró años establecer que, en efecto, el grupo terrorista Hezbollah fue el autor de este vil atentado, que dejó a 20 familias incompletas. 12 de ellas, de mi comunidad.

Hoy, 29 años más tarde, hay una generación entera que desconoce estos hechos, y si los conoce, no los puede dimensionar. Comparto estas líneas para que, quienes lo vivieron, lo recuerden; y los que no, lo sepan.


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