Música en vivo se desborda hacia las calles, desde los alegres honky tonks.

En el downtown, los sonidos del bar que sigue, ahogan los del bar de antes. Canciones de Johnny Cash se diluyen entre los tributos a Steve Perry, y en las aceras, turistas y locales navegan la marea humana, algunos con sombreros y muchos en botas. La gente canta, bebe y agitan sus cuerpos con abandono. Puedo ver alegría completa dibujada en sus rostros, sin filtro ni mascarillas, porque al parecer el covid se quedó en casa. Aquí en Nashville la gente está ocupada disfrutando la vida -y viviéndola mientras puedan. No salgo de mi asombro, que empezó desde que me monté en el taxi en el aeropuerto. Al notar que el conductor iba sin mascarilla, le pregunté si podía quitarme la mía.

“Suuure!“, contestó despreocupado. El señor tiene sus dos vacunas, y con eso cerró su argumento.

Al llegar al hotel y registrarme, le pregunté a la recepcionista que cuál es la política en su ciudad en cuanto a la pandemia. Su respuesta me pareció alucinante: el uso de mascarillas se alienta, pero cada quien es libre de elegir a su discreción. A mí ya se me había olvidado lo que significa decidir cualquier cosa en torno al tema. La palabra “libertad” me suena, pero su memoria es vaga.

Hace unas semanas, estuve en una cena en Panamá. Concluido el postre, una de las invitadas procedió a colocarse de nuevo su mascarilla. Esta persona ya tiene sus dos vacunas. Aparte, había permanecido las últimas tres horas con el rostro descubierto, por lo que no pude contenerme y le pregunté que qué diferencia hacía volver a taparse, si ya había comido y bebido en compañía de todos los ahí presentes. “No sé… así me siento más segura”, respondió dubitativa.

El último año me ha costado conciliar dos fundamentos básicos para mí: el primero, que los seres humanos somos criaturas de hábito, y el segundo, que no fuimos diseñados para respirar a través de un trozo de papel o tela, ni a cubrirnos con un bozal.

Hasta la noche de esa cena, pensaba que la totalidad de la raza humana estaba contando con impaciencia los días para que termine la pandemia, para reclamar nuestra libertad y botar las mascarillas. Pero a raíz de ese intercambio quedé con la preocupación de que, incluso años después de que concluya, habrá quienes elijan vivir con ellas.

Obviamente, no es el caso con la gente de Nashville. De hecho, fui a un partido de fútbol americano entre los Tennessee Titans y los Arizona Cardinals en un estadio con capacidad para 60 mil personas. Ni siquiera los guardias de seguridad portaban caretas ni mascarillas.

A pesar de que mis primeras horas en Nashville me ponía una para entrar al ascensor, al cabo de un rato tiré la precaución al aire. La empujé y le dije “adiós”.

Después de haber pasado cuatro días sin usarla (el periodo de tiempo seguido y más largo que mi rostro ha respirado desde el año pasado), escribo esta columna desde mi asiento en el avión. Voy de regreso a Panamá. El elástico me pincha las orejas y una migraña quiere colarse. Esto es lo que sentía en abril de 2020. Y aunque estoy segura de que me lo estoy imaginando, siento micro partículas pegadas a mi garganta. Entre más lo pienso, más me provoca toser salvajemente.

El café que pedí se enfrió hace rato, pero extenderé mi excusa de estarlo bebiendo lo más que pueda. Se me había olvidado, pero odio las mascarillas.