Mis sábanas blancas eran como hojas de plátano que me envolvían deliciosamente, igual que a un tamal. Los domingos por la mañana son para mantener las cortinas abajo, los ojos cerrados y dormir hasta tarde con sueños tecnicolor. Pero mis vecinos tenían otros planes.

“Bzzzzzzzzz, bzzzzzzz, TAC, TAC, TAC”, son los sonidos infernales que irrumpieron en mi descanso reparador. Extendí mi brazo por afuera de la manta, mi cabeza metida bajo la guarida de la almohada. Mi celular decía que eran las 8:37 a.m. ¿Qué clase de sádico se pone a taladrar (y martillar) durante el fin de semana? Llamé de una vez al guardia, con voz dormida, pero rabiosa.

“Eso no puede ser”, me respondió. “Por aquí no ha entrado nadie, y menos algún trabajador”. Que suerte la mía: me tocaron vecinos carpinteros, y no encontraron mejor día que un domingo (¡a las 8:37 de la mañana!) para ponerse a armar muebles, guindar cuadros, desbaratar la cocina, o lo que sea que inventaban.

Pocos días después, me encontraba bajando en el ascensor, cuando se detuvo en otro piso y entró un individuo con mascarilla y cara de pistolero. “¡Buenas!”, lo saludé con voz animada. Ni me contestó el amargado. Pensé que tal vez no me escuchó, pero cuando se bajó, tampoco se despidió. ¿Será que soy invisible o es que lo criaron en un establo?

Y qué decir del apartamento en que ponían el perro a dormir en el balcón. Me hubiera gustado acusarlos con alguna sociedad protectora de animales, pero nunca di con el piso infractor.

A estos malos vecinos alguien les debe explicar que vivimos en sociedad y los edificios son un vecindario vertical. Hay que ser considerados, y si no es mucho pedir, bien educados.

Pero después me acuerdo de la vecina que, cada vez que regresa de su finca, reparte guineos y toronjas; aquellas amables señoras que siempre prestan lo que hace falta para la cena o ensalada; y la que mantiene al resto bien informados de todo lo que ocurre en el edificio; y la rabieta por los malos vecinos se me pasa.