El sábado 9 de marzo de 2024, mi hija y dos amigas y yo comenzamos este viaje. Partimos el día anterior hacia la ciudad de David en avión, y luego nos trasladamos a Boquete para pasar la noche. Allí nos recogería Frank, el guía de la excursión, que se encargaría de llevarnos al volcán Barú. Frank, boqueteño de 35 años, también sería nuestro chofer. Llegó a buscarnos a las 3:55 AM. La salida estaba programada para las 4:00 AM, con el objetivo de llegar al mirador, antes de la cima, antes del amanecer, para capturar con nuestras cámaras y celulares las imágenes que guardaríamos en nuestra memoria y corazones.
El trayecto hacia el mirador tomó 1 hora y 40 minutos, atravesando una trocha escarpada entre montañas rocosas, árboles centenarios y una oscuridad que nos permitió ver un cielo estrellado impresionante. El camino fue difícil, pero con el humor y habilidad de Frank, finalmente llegamos a nuestra primera parada: el mirador, frente a las icónicas antenas y la cruz pintada de blanco, que desde allí parecía inalcanzable.
Al bajarnos del vehículo en el mirador, el frío calaba hasta los huesos, con temperaturas de 7 a 8 grados. Sentí un profundo agradecimiento a Dios por llegar sana y salva junto con mi hija, mis amigas Sayi y América, y Frank. La madre naturaleza estaba ofreciendo un espectáculo impresionante y el sol estaba a punto de salir, así que debía decidir rápidamente si comenzaba la subida. Desde ese punto sería a pie.
Pregunté a Frank si pensaba que podía hacerlo. Me respondió que el camino era accidentado y que había un tramo que requería escalar. Pensé si me atrevería o no. Mi hija decidió no subir y nuestras amigas no podían hacerlo, así que era solo yo con Frank. Reflexioné y, a pesar de las dudas, decidí enfrentar el desafío. La subida tomaría entre 20 y 30 minutos, dependiendo del ritmo, ya que la falta de oxígeno era un obstáculo constante. Confiaba en mí misma, en el entrenamiento que había tenido con mi coach, Junior Esquivel, y en Dios. Así que, paso a paso, enfrenté el tramo final, el más escarpado y complicado. Finalmente, llegué a la cima, casi gateando. La emoción fue indescriptible. A pocos minutos de ver el sol, todos estábamos listos para su aparición. Cuando el sol salió a las 6:27 AM, todos aplaudimos y nos abrazamos en hermandad. Hubo personas de diferentes nacionalidades con las que compartimos ese momento, y aunque nunca nos volveríamos a ver, el compartir esa experiencia nos unió.
De esta experiencia aprendí que cuando nos proponemos un objetivo, debemos luchar por él, sin importar los obstáculos. Es fundamental creer en nosotros mismos, no permitir que nadie nos robe nuestros sueños y salir de nuestra zona de confort. Alcanzar nuestras metas queda grabado en nuestra mente y nos impulsa a buscar nuevos retos. Agradezco infinitamente a mi hija Mayela por este viaje, a Sayi y América por su apoyo, a Frank por su excelente guía y compañía, y sobre todo a Dios, sin quien nada de esto hubiera sido posible. Gracias, Dios. Gracias, vida.