Hace unos días experimenté algo extraño: una falta desesperante, como si me hubiera quedado incompleta. No se trataba de alcohol, cigarrillos ni de ninguna adicción. Era, simplemente, el celular, que, casi sin darnos cuenta, termina ocupando espacios que deberían estar reservados a lo esencial.

Este año ha sido intenso: los encuentros de amor, la promoción de actividades, la lectura digital y aplicaciones para hacer diseños y videos. Todo lo realizaba desde el celular. Revisaba mis correos, llevaba mi agenda, mi acceso a redes sociales. También lo usaba para escuchar música, seguir meditaciones y estar en contacto con mi familia y amigos. Poco a poco, este dispositivo se convirtió en el centro de mi vida.

La prueba más grande llegó durante mi retiro espiritual, el momento más esperado del año. Son días dedicados a la oración, la lectura y al silencio, con el propósito de reencontrarme conmigo misma y con Dios. Llegué decidida a dejar el celular en la maleta, bajo llave. Sin embargo, la ansiedad no tardó en aparecer. Me preguntaba cómo sabría el programa diario sin él, cómo recordaría tomar mi medicina sin la alarma. Con lápiz y papel resolví lo primero y con disciplina lo segundo. Aun así, la ansiedad crecía por no estar conectada al celular.

La primera tarde lo saqué solo para escribirle a mi esposo y revisar un par de mensajes. Luego lo guardé. Esa noche dormí profundamente. Al día siguiente, decidí no mirarlo al despertar. La primera mirada fue para Dios, no para una pantalla. Solo lo usé al mediodía, lo necesario. Descubrí que sí puedo vivir con el celular, pero sin que ocupe el lugar de lo esencial. Comprendí que lo importante es mantener una higiene de uso: que no robe mis tiempos de oración ni mi paz interior.

Al regresar a casa, tracé un plan sencillo de desintoxicación digital: no ver el celular al levantarme, primero dedicarme a la oración, comer sin él, leer el periódico con linterna, no con la luz del aparato; escribir desde la laptop o a mano; silenciar notificaciones y dejar solo las urgentes; usar el iPad para leer cuando estoy en casa. Pequeños pasos que me han devuelto la serenidad.

No ha sido fácil. La ansiedad sigue apareciendo, pero he comprendido que esta también es una lucha cuerpo a cuerpo contra lo que roba mi atención y mi alma. Sin embargo, cada esfuerzo vale la pena.

Al comentarle a un amigo lo que me pasaba me dijo: el celular es un animal peligroso, si no lo domesticamos, nos devora.

Creo que voy logrando domesticarlo.

Y lo más importante: no estoy sola. Dios está conmigo. He descubierto que Él me habla en los silencios y en las renuncias. Cuando cierro las puertas al ruido, se abren ventanas hacia su voz. Desprenderme del celular me recordó que la verdadera conexión que necesito no depende de una pantalla, sino de Su presencia constante. Esa es la única notificación que quiero recibir siempre: la de su amor que nunca se apaga.

* La autora es comunicadora y escritora panameña.

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.