El domingo 12 de octubre una pésima noticia convertía en ironía nuestra jornada de formación. Mientras nos encontrábamos dedicadas a fortalecer nuestras capacidades, convencidas de continuar con la labor en beneficio del avance de los derechos de las mujeres —que incluyen el derecho a vivir una vida libre de violencia—, recibimos la noticia del asesinato de una joven universitaria de 21 años.

El hecho ocurrió en Pocrí, Aguadulce, y fue perpetrado por la expareja de la víctima. La ironía se hizo aún mayor cuando, a pocos minutos de recibir la noticia, empezaron a aparecer en las amadísimas redes sociales comentarios respecto de la culpa de la víctima, porque ella seguro le hizo algo al pobrecito agresor que lo llevó a cometer semejante atrocidad. “Le desgraciaron su vida al muchacho”, decía un inteligente.

Estas actitudes, que se diseminan a través de las ensalzadas redes, develan más contradicciones en la circunstancia nacional. Señalamientos que aluden a que la víctima se merecía lo que le ocurrió son clara incitación para cometer actos similares, porque entrañan justificación y disculpa para el agresor y trasladan, a su vez, responsabilidad a la víctima.

Esto, que en Panamá se denomina apología del delito, suele ignorarse como si fuera inofensivo, porque imagine usted cuánto trabajo empezar a investigar y sancionar a esos misóginos que, cada vez que ocurre un femicidio, se dedican a dejar por escrito —a través de medios de comunicación de alto alcance— sus dichos y aplausos.

Es evidente que los actos violentos han encontrado fácil asidero en las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, amplificando su impacto sobre la vida de las víctimas o de quienes les sobrevivan. Mientras tanto, aplaudidores ad honorem realizan libres sus aspavientos virtuales porque aún no existe en Panamá una ley integral para combatir la violencia digital y ni siquiera se considera el concepto de violencia sexual digital.

Meses atrás, en entrevista en una televisora nacional, explicaba una diputada de la República las múltiples dificultades para lograr la incorporación de una de muchísimas modalidades de la violencia sexual digital en lo que hoy es la Ley 475 de 2025: el delito de difusión sin consentimiento de imágenes íntimas. La misoginia culebrea a través de las lenguas de señores sombríos, que se inclinan al oído de los poderosos para transmitir sus nefastos mensajes. Así ocurrió con la ley mencionada, sobre la cual se aconsejaba que esa cosa, sí, ese flagelo actual del mundo entero, “debía ser tipificado como calumnia e injuria”.

Emerge aquí una nueva ironía, porque los delitos de calumnia e injuria tienen sus detractores, quienes consideran que estos no deben ser delitos sino asuntos que deben deslindarse en la vía civil. Es decir, que cualquier penalización de violencia sexual digital habría surgido para ser posteriormente desaparecida. Tal vez piensan que nos hemos formado y continuamos haciéndolo para quedarnos zonzas, pero resulta que nos damos cuenta de las jugadas de los poderosos, porque mantenemos el “sospechómetro” encendido, como siempre ha dicho una querida profesora, histórica en el movimiento de mujeres y en los espacios de formación.

La violencia se disemina y acomoda en todas las esferas de la vida y la población asiste a esta circunstancia, muchas veces, haciéndose eco de las consignas misóginas, porque no hay en este país cambio profundo en materia de educación que impulse el tránsito hacia una forma pacífica de convivencia. Esto ocurre aun cuando, cada vez que corresponde un examen del papel del Estado panameño como garante de los derechos humanos de las mujeres, la necesidad de esos cambios educativos es remarcada en las recomendaciones públicas emanadas de los distintos Comités de Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU).

Precisamente, el 5 de noviembre correspondió al Estado el Examen Periódico Universal de Derechos Humanos (EPU). El EPU tiene la característica de examinar la situación general de derechos humanos: otros Estados parte de la ONU verifican el cumplimiento del rol del Estado en el efectivo aseguramiento de los derechos de todos los grupos. El Estado participa fundamentando su presentación en un informe enviado previamente y, para esta ocasión, distintas organizaciones de derechos humanos —111 en total— aglutinadas como Coalición EPU, incluyendo organizaciones de mujeres, también hicieron llegar sus informes y actualizaciones para este examen.

El Estado panameño publicitó su intervención, en todos los medios posibles, como un éxito. Sin embargo, es necesario resaltar que su informe incluía que Panamá contaba con un Ministerio de la Mujer (MIDEM) (A/HRC/WG.6/50/PAN/1, par. 105), pero para la fecha del examen este ya se encontraba condenado por el Proyecto de Ley 34-25, aprobado en Consejo de Gabinete.

Diez días habían transcurrido desde la fecha del femicidio ocurrido en Aguadulce, hasta el 21 de octubre cuando se aprueba el proyecto mediante el cual se deroga la Ley 375 de 29 de diciembre de 2023, que creó el MIDEM, para presentarnos el agua tibia como medicina para garantizar la igualdad de género y velar por los derechos humanos de las mujeres en Panamá: el ya superado Instituto Nacional de la Mujer (INAMU). Esto fue recibido con molestia, cuando menos, por las organizaciones de mujeres.

Si ese acto del Estado no es el ejemplo perfecto para ilustrar en el diccionario la definición de la palabra “retroceso”, ¿por qué continuaron con el informe con ese detalle desfasado durante la sesión del 5 de noviembre para rendir el EPU? Debieron contar con orgullo, ante las delegaciones de los Estados miembro, las bondades del proyecto y las maravillas no sólo de degradar la institución, sino de disminuir su presupuesto.

Todo esto lo hizo el Estado panameño sin considerar las opiniones vertidas por ONU Mujeres y el Mecanismo de Seguimiento de la Convención Interamericana (Belém Do Pará) para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer de la OEA (MESECVI-OEA), cuando el proyecto era solo intención, y en medio del escenario que nos presentan las cifras de denuncia por delitos sensitivos de los cuales las víctimas son mayoritariamente mujeres.

En sus estadísticas más recientes del 14 de noviembre de 2025, el Ministerio Público ha reportado, hasta el mes de octubre: 13,490 denuncias por violencia doméstica; 1,943 denuncias por violación y 230 por violación doblemente agravada; así como reportó que ocurrieron en el país 13 femicidios y 14 tentativas de femicidio.

Es paradójico que una vuelta al pasado con reducción de presupuesto, disfrazada de modernidad, sea presentada como sinónimo de “fortalecer”. Mientras, escuchamos a las víctimas —viva ilustración de las cifras— contarnos su decepción por la atención recibida al presentar denuncias por estos delitos, momento en el que, entre otras situaciones de revictimización, se les desincentiva de denunciar con palabras revestidas de recomendaciones. Así lo confirmaba una víctima en el mismo mes de octubre: “Allí no hay nada, no hay base”, fue lo que escuchó respecto a su caso.

Parece que en Panamá se sigue sin comprender que sí importan las vidas de las mujeres; que vivir sin violencia es vital para que podamos alcanzar pleno desarrollo; que el Estado requiere que todas las personas podamos producir, y la violencia contra la mujer es un serio impedimento para contar con una sociedad productiva. Pero el Estado, los poderosos que lo conforman junto a sus señores sombríos, no lo vislumbran ni siquiera si situamos los análisis desde el lenguaje de la productividad y el desarrollo.

Confrontamos, entonces, una situación de desatención de las políticas educativas que erradiquen actitudes estereotipadas, por lo que se promueve y profundiza la misoginia. Añadida a otro aspecto del análisis, que surge de las vivencias de las víctimas, más algunas cuestiones públicamente expresadas por actores del propio Estado en su momento: un sistema penal que, como está diseñado —rásguese las vestiduras quien así lo desee—, mantiene su balanza inclinada a favor de agresores y delincuentes, por encontrarse, entre otras cosas, con la carga de evitar el hacinamiento carcelario.

Este último asunto ha sido públicamente reconocido y recogida la noticia de esa perspectiva del Estado por distintos medios, y lo confirman las declaraciones esgrimidas con la aprobación de la Ley 496 de 2025 o Ley del Perdón.

La propuesta de ley para reducir el Ministerio de la Mujer a Instituto, restándole presupuesto, se suma al panorama como movida sospechosa de degradación con tendencia a desaparición. En tanto, se abanican éxitos en un examen que mantuvo este “matiz” oculto, por lo que, cáusticamente, en medio de la campaña por los 16 días de activismo contra la violencia hacia la mujer, se torna obligatorio preguntarse: ¿Quién garantiza los derechos humanos de las mujeres víctimas de violencia de género en Panamá?

*La autora es abogada y presidenta de Hackeo Feminista

* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

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