Con varios días sin salir de mi casa, sin saber cuándo veré a mis amigas o abrazaré a mis abuelos, me encuentro en un estado de claustrofobia que verdaderamente no se relaciona con estar confinada.

Es un estado de claustrofobia emocional, así lo he denominado. Parece ser que nadie logra responder mi pregunta de cuándo todo volverá a la normalidad. Peor aún, no me atrevo a hacer la pregunta que no me está permitiendo dormir en las noches:¿Volverá todo a la normalidad? 

No me tranquiliza leer citas motivacionales, ya que “que esté lloviendo significa que pronto viene el sol” no aplica para lo que estamos viviendo. El sol está iluminando como siempre; los pájaros cantan, incluso más alto de lo normal. Mientras la actividad humana se ha detenido casi por completo, parece que el mundo sigue girando, sin percibir que, a nosotros, sus conquistadores, un virus nos ha cambiado todo.

Por cosas de la vida, hace un año en un programa de estudio en el extranjero conocí a Zhen Xiong, un joven de Wuhan. Por cosas del virus (frase que estoy debatiendo sacarle derechos de autor) mi insomnio se encontró con su zona horaria, y recordé que su ciudad natal -hasta hace poco desconocida por mí-, ha inundado las redes sociales y periódicos mundiales.

Hablé con él por un tiempo, preguntándole sobre su hogar, su familia y sus amigos. Compartió conmigo un fragmento de una noche que quedará plasmada para siempre en su memoria.

“El gobierno de Wuhan anunció el ‘lockdown’ a las 2:00 a.m. de enero 23”, Zhen me comentó. “Iba a empezar a regir ese mismo día a las 6:00 a.m.”.

Cuando le pedí que me describiera cómo se sintió, Zhen dijo: “Fue igual a una escena de esas películas de apocalipsis que ves en el cine. Mi papá entró a mi cuarto gritando, y yo desperté sin saber lo que estaba pasando”.

Hasta ese día, Zhen calificaba como rumores a todo lo que había escuchado del virus. “Nos fuimos a otra ciudad de China, de donde es la familia de mi papá”. Me dijo:  “Cuando los oficiales de esa ciudad escucharon que veníamos de Wuhan, sellaron nuestra puerta para no permitirnos salir”.

Zhen detalló cómo fue estar en el ojo del huracán y, a la vez, ser arrebatado por él. Quería hacerle miles de preguntas más, pero en estos tiempos hay suficientes noticias tristes, suficientes estudios de Wuhan y suficientes teorías del coronavirus. En su lugar, decidimos tener una conversación más amena.

Él se burló de mí cuando le dije que estaba desesperada del mes que llevo sin salir de mi casa: “Prepárate, el proceso es largo”, me comentó. Zhen estuvo confinado por dos meses.

Ni Zhen ni yo somos doctores, ni infectólogos ni científicos, pero ambos somos jóvenes, con un futuro por delante y una incertidumbre en medio que lo nubla por completo. Sin embargo, mientras que en mi país el número de personas infectadas por el Covid-19 aumenta exponencialmente, en Wuhan es lo contrario

Es por esto que me atreví a preguntarle, llena de esperanza y a la vez aterrorizada: ¿vuelve todo a la normalidad? Su respuesta me pareció importante compartirla.

“Va a llegar un día que vas a prender las noticias y verás que el número de casos nuevos en tu país es 0. Te prometo que ese día vas a entender por qué todo el sacrificio valió la pena”.

Dormí profundo la noche después de nuestra llamada. Ya volver a la normalidad no es mi prioridad. Estoy ansiosa por poder escribirle próximamente a Zhen contándole que ha llegado a Panamá ese día que tanto esperé: 0 nuevos casos, una pequeña victoria contra este imponente enemigo.

“Son difíciles de ver, pero hay cosas buenas”, me dijo Zhen. “El mundo se ha unido. Mientras que hay cientos tratando de buscar a alguien a quien echarle la culpa, hay miles ofreciendo ayuda sin importar su nacionalidad”.

No me queda nada más que ver esta situación como una oportunidad para crecer.

Pienso ahora que el sol sigue brillando, esperando para calentarnos, y los pájaros cantan ansiosos por ser escuchados. Nos toca explicarles a ellos, desde una ventana, que ese día se aproxima. Y que el sacrificio habrá valido la pena.