Soy colonense y he vivido varios años en Estados Unidos.
Como especialista Fulbright, tuve la oportunidad de trabajar en las Filipinas, enseñando a funcionarios del servicio civil a cómo usar la inteligencia artificial generativa para crear contenido de capacitación en línea. Pero lo que viví allá fue mucho más que una experiencia profesional; fue un viaje profundo de conexión cultural que despertó en mí un orgullo renovado por nuestras raíces.
Desde las montañas de Kalinga, donde conocí a Apo Whang-Od, la tatuadora tradicional más longeva del mundo -con 108 años-, hasta el bullicioso santuario del Cristo Negro en Quiapo, Manila, cada paso me llevó a descubrir cómo, a miles de kilómetros, compartimos tradiciones y valores con los filipinos.
Apo Whang-Od tatuaba con una espina de árbol y hollín, símbolos que conectan a su gente con la memoria ancestral. Su paciencia y sabiduría me recordaron a las mujeres mayores de mi familia, guardianas de saberes y fuerza. Allí entendí que, aunque lejos, compartimos el respeto profundo por la historia y la familia.

Junto a Apo Whang-Od, la tatuadora tradicional más longeva del mundo. Tiene 108 años.
En Manila, la veneración por el Cristo Negro me hizo pensar en la devoción que también sentimos en Portobelo, Colón. Ambas figuras representan para sus comunidades mucho más que fe; son símbolos de identidad, resistencia y esperanza.
Las similitudes no se quedaron solo en lo espiritual. El idioma también nos une. Muchas palabras tagalas tienen raíces españolas que usamos en Panamá, como “mesa”, “silla” o “ventana”.
Y, como en nuestro país, Filipinas guarda la huella estadounidense en bases militares que, tras su cierre, se transformaron en centros de desarrollo y conservación. Por ejemplo, la antigua base Clarke en Filipinas, al igual que la base Clayton en Panamá, reflejan ese pasado compartido.

Jesús Nazareno en Quiapo, Manila.
Pero lo que más me tocó fue ver el valor que ambos pueblos damos a la familia y a los ancestros, el cariño con que cuidan a los mayores y la alegría en sus celebraciones. Fue como sentir un pedacito de Panamá en tierras lejanas, un recordatorio de que nuestras raíces son más fuertes y más amplias de lo que a veces imaginamos.
Este viaje no solo enriqueció mi vida profesional, sino que me regaló un reencuentro con mi identidad y un reconocimiento de que, a pesar de la distancia, la cultura y la historia pueden conectar corazones y construir puentes entre mundos.

En El Nido, Filipinas.
* La autora es especialista en aprendizaje en línea inclusivo y accesible. Es panameña residente en Estados Unidos desde hace más de 25 años.
* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.

