Hace poco más de un mes me subí a un avión para embarcarme en una aventura de sol picante, playa y arena. En un vuelo corto, casi lo mismo que tomar uno hacia Chiriquí, y con la suerte de sentarme junto a la ventana, llegué a Santa Marta, Colombia, recibida por un sol radiante que contrastaba con la nublada ciudad de Panamá que dejaba atrás.
Iba emocionada, porque ya tenía una idea de lo que me esperaba (sí, soy de esas personas que revisan el hotel por Instagram antes de llegar). Desde el aire pude divisar el Marriott Playa Dormida, ubicado muy cerca del aeropuerto, donde pasaría un fin de semana tranquilo y delicioso.
En menos de cinco minutos llegamos al hotel. Apenas hice check-in, subí rápidamente a la habitación para refrescarme y bajar luego a almorzar. Antes me había tomado un momento para explorar mi cuarto: con detalles en madera, luces cálidas y una vista parcial del mar combinada con una porción generosa de vegetación, la habitación tenía todo lo que una viajera puede necesitar.
Ya lista y con un atuendo más ligero, bajé a Cayeye, un restaurante cercano a la orilla del mar. Ustedes me dirán, ¿Cayeye? ¿Con qué se come eso? Pues bien, con un nombre curioso para esta panameña, el cayeye es un platillo típico del departamento de Magdalena, hecho a base de puré de guineo verde, que puedes acompañar con la proteína que prefieras.

Cayeye ofrece servicio directo a la playa. Foto: Cortesía
Del menú (que incluía un plato llamado Cayeye Bahía Concha, con chicharrón crujiente y queso costeño) me decidí por la pesca del día, un filete de corvina bañado en salsa de mariscos, acompañado de arroz con coco y patacones. Y sí, para quienes se lo pregunten: en Santa Marta también saben hacer buenos patacones. La porción era perfecta para una viajera hambrienta, y el sabor... simplemente delicioso.

En Santa Marta, como en Panamá, saben hacer deliciosos patacones.
Después del almuerzo, recorrimos el hotel y conocimos un poco más sobre su arquitectura. Nos explicaron que las decoraciones estaban inspiradas en la cultura tairona, una comunidad indígena originaria de la Sierra Nevada. En el lobby, especialmente curado, se exhiben algunas de las herramientas utilizadas por este pueblo, que, aunque ya no existe como tal, dio origen a otras comunidades indígenas de la región.

El lobby del hotel está inspirado en una cultura tradicional colombiana. Foto: Cortesía
Esa primera tarde fue libre, así que aproveché para bajar a la piscina, donde la música animaba tanto a grandes como a chicos -yo incluida—. Al caer la tarde, bajé a la playa para despedirme del sol con los pies en la arena y una toalla sobre los hombros, protegiéndome de la brisa nocturna.

Algo que me encantó fue la facilidad de llegar de mi habitación a la playa, es un hotel pequeño y acogedor así que las distancias no son extensas. Además, ya que está ubicado justo a la orilla del mar, mantenía mesas, sillas y paraguas en la zona para cubrirnos del sol durante el día.

Sillas, mesas y paraguas están disponibles para todos los huéspedes que las soliciten.
Para la cena, el restaurante 1525 nos abrió sus puertas. Empezamos con una selección de aperitivos: papas fritas caseras con cremas de queso aromatizadas con especias, ceviches variados y platanitos fritos también caseros. Pero lo que verdaderamente robó mi corazón (y mi paladar) fue el arroz apastelado de mariscos, un plato tan sabroso que con el primer bocado vi estrellas. Como buena amante de los mariscos, estaba en mi elemento. No pude evitar menear levemente los hombros de felicidad.

Arroz apastelado con mariscos del restaurante 1525.

El Macondo (izq.) lleva el nombre del pueblo de ficción colombiana, creado por Gabriel García Márquez y es el escenario principal de la novela "Cien años de soledad".
El postre no se quedó atrás: waffles, helado de queso y, mi favorito, el Macondo, un postre de coco y galleta María que revolucionó mi paladar amante del dulce.
Aunque los mariscos fueron los protagonistas para mí, ambos restaurantes ofrecían una variedad de opciones. Al día siguiente, por ejemplo, probé unas deliciosas costillitas que valen totalmente la pena.
Esa noche dormí como una piedra, rendida por el cansancio y el buen comer.
A la mañana siguiente nos preparamos para un city tour, organizado directamente desde el hotel, ¡súper conveniente!. Santa Marta celebra sus 500 años de fundación, y no podíamos dejar de explorarla.

Parte del 'city tour' te lleva a tomarte la tradicional fotografía en el letrero de Santa Marta, ubicado en la marina de la ciudad.
Nuestra primera parada fue la Quinta de San Pedro Alejandrino, última morada del Libertador Simón Bolívar. Un parque encantador, con edificaciones bien conservadas y una sala donde se exhibe la habitación del prócer. Tuvimos la suerte de coincidir con un grupo de gaiteros que amenizaron la visita. En el lugar también se encuentra el Altar de la Patria, un homenaje a Bolívar.
Seguimos con una breve visita a la estatua del futbolista Carlos “El Pibe” Valderrama, orgullo local, y luego llegamos a un mirador con una vista espectacular de Taganga, un pintoresco pueblo pesquero. Finalmente, recorrimos a pie las calles del Centro Histórico, incluyendo una visita a la Catedral Basílica.

Mirador hacia Taganga, pueblo pesquero de Santa Marta.
De regreso al hotel, aproveché para otro chapuzón en la piscina y para descansar un rato en el Great Room, un espacio en el lobby diseñado para relajarse y sentirse como en casa.
Llegado el domingo, como buena viajera, me levanté temprano para aprovechar al máximo las últimas horas. Visité el spa, donde ofrecían masajes, jacuzzi y hasta me obsequiaron un aceite esencial. Pasé por el gimnasio (aunque no entrené, lo admito) y luego volví a la piscina a tomar un poco de sol.
Y no me lo van a creer, pero esa mañana el DJ dedicó la playlist a Carlos Vives, ¡mi cantante favorito! Así que nadé por horas con su música de fondo, mientras me despedía de Colombia con una sonrisa y el deseo profundo de regresar pronto.


