Panamá está en los titulares mundiales a raíz de declaraciones amenazantes y mal informadas del presidente de Estados Unidos, Donald Trump. En diciembre, Trump acusó a Panamá de cobrarle tarifas “exorbitantes” al comercio estadounidense que transita el Canal de Panamá, el cual, según él, le fue regalado “tontamente” a un país al que Estados Unidos ha mostrado “generosidad extraordinaria”.

“Si los principios, tanto morales como legales, de este gesto magnánimo no son acatados, exigiremos que el Canal nos sea devuelto, completamente y sin cuestionar”, amenazó Trump, sin explicar cómo pretende obligar que Panamá le entregue su activo más querido, uno que es la pieza clave de su identidad nacional.

Estas declaraciones de Trump generaron desconcierto. Para los panameños, tomar posesión del canal a fines de 1999 marcó el fin de una presencia colonial en su país que era profundamente hiriente en su racismo y arrogancia. Fuera de Panamá, no se comprende bien que la Zona del Canal, que partía el país en dos por todo el centro, era un sitio de segregación racial. Y la mayoría de los norteamericanos no parece saber que los panameños sufrieron 21 años de una dictadura militar que en buena medida fue apoyada, financiada y armada por Estados Unidos.

A este vacío nos llega este libro nuevo sobre la dictadura panameña, El Colapso de Panamá, escrito por Fernando Berguido -abogado, Neiman Fellow, y ex presidente del Diario La Prensa, el diario más influyente de Panamá-. Aunque Berguido se concentra en los últimos seis años de la dictadura, y la invasión que la derrocó, él da contexto sobre los 15 años anteriores. Berguido logra una narración amena y concisa, aunque hubo momentos en que quise que el relato se detuviera para brindar mayor detalle sobre ciertos episodios.

El comienzo de la dictadura

Como bien señala Berguido, la dictadura comenzó con un golpe en octubre de 1968, que tumbó al presidente Arnulfo Arias, un caudillo que previamente había sido electo dos veces y derrocado dos veces. Acto seguido, se instaló una junta de gobierno, se disolvió la cámara legislativa, se suspendió la constitución, se suprimieron los derechos políticos, se abolieron los partidos políticos, se prohibieron las manifestaciones públicas, se clausuraron las universidades, y los medios noticiosos fueron cerrados o confiscados. Cientos de personas “desaparecieron” y otros fueron encarcelados o enviados al exilio. Esta clase de represión no había ocurrido antes en Panamá.

El coronel Omar Torrijos quedó como líder de la dictadura militar. Berguido relata cómo Torrijos hizo redactar una constitución nueva que concentraba todos los poderes en su persona y, como sabemos, negoció exitosamente un tratado canalero con Estados Unidos, que eliminaba la odiada Zona del Canal y entregaría el canal a Panamá en 1999. El tratado se firmó en 1977 y fue ratificado por el Senado de Estados Unidos en 1978, por votación de 68 a 32.

El tratado canalero original de 1903 se había modificado varias veces y muchos conservadores norteamericanos -entre ellos Henry Kissinger, Barry Goldwater, y John Wayne- estaban a favor de este nuevo tratado. Pero Ronald Reagan descubrió en la campaña presidencial de 1980 que nada enfervorizaba a su base como esta línea de ataque contra Carter, con respecto al canal de Panamá: “Lo construimos. Lo pagamos. Y es nuestro”. (Ver Drawing the Line at the Big Ditch, por Adam Clymer.)

El relato de Berguido se enfoca particularmente en lo que ocurrió después de 1983, cuando Manuel Antonio Noriega se consolidó como dictador tras la muerte de Torrijos en un misterioso accidente de avión. Noriega, hay que decirlo, pudo llegar al poder porque Estados Unidos lo veía como “Nuestro Hombre en Panamá”, como escribió John Dinges en un libro publicado en 1990.

“Noriega fue lo que fue gracias a la tutoría sin paralelos de Estados Unidos”, afirmó Dinges. O, como puntualiza Berguido: “Esta es la historia del consentido protegé transformado en desafiante enemigo.”

La protección del gobierno de Reagan

En 1984 se celebraron elecciones presidenciales en Panamá. El candidato del noriegato era Nicolás Ardito Barletta, un expresidente del Banco Mundial que aparentemente era amigo de George Schultz, secretario de Estado. Los partidos de oposición se unieron casi completamente bajo la candidatura de Arnulfo Arias, quien ya tenía 83 años y corría por cuarta vez para la presidencia. Ya nadie niega que Arias ganó y que el gobierno tuvo que hacer fraude para poder declarar ganador a Barletta. Sin embargo, Estados Unidos reconoció el supuesto triunfo de Barletta y Schultz asistió a su juramentación.

En 1985 se halló el cadáver mutilado y decapitado de Hugo Spadafora, quien había adversado a Noriega públicamente. Había razones para suponer que había sido asesinado por órdenes de Noriega. La autopsia reveló que había sido torturado y decapitado mientras aún vivía. Lo horrible del crimen estremeció a Panamá. “Jamás en la historia republicana un opositor político había sido sometido a semejante barbarie”, escribe Berguido. Cuando el presidente Barletta cometió el error de anunciar que ordenaría una investigación, Noriega lo obligó a renunciar; fue presidente por menos de un año.

A todo esto, el gobierno de Reagan seguía protegiendo a Noriega cuando un hermano de Spadafora dispuso ir a Washington con fotografías del cadáver. Logró una cita con el senador Jesse Helms (republicano de Carolina del Norte), que era miembro poderoso del Comité del Senado para Relaciones Exteriores. Las fotografías motivaron que Helms convocara audiencias en el Senado sobre la situación en Panamá. Casi al mismo tiempo, el veterano periodista Seymour Hersh del New York Times comenzó a publicar reportajes de primera plana sobre Noriega y el narcotráfico. Y en Panamá, uno de los rivales militares de Noriega comenzó a dar revelaciones sobre el fraude electoral de 1984 y mucho más. Los aliados de Noriega comenzaron a abandonarlo. Protestas masivas comenzaron a ocurrir a diario; los manifestantes vestían de blanco y agitaban pañuelos blancos; los antimotines de Noriega –que el pueblo conocía como los “dóberman”—respondían con palizas, perdigones, y gases lacrimógenos. Algunos lideres de oposición fueron torturados o encarcelados; otros se fueron al exilio.

Pero el gobierno de Reagan todavía trataba de proteger a Noriega. Berguido puntualiza que se decía que William Casey, director de la CIA (Agencia Central de Inteligencia) era “el mejor amigo” de Noriega en Washington, debido a que este había sido muy útil durante lo que llegó a conocerse como el escándalo Irán-Contra. Para 1987, sin embargo, el “problema de Noriega” ya requería atención y el problema empeoró cuando Noriega fue encausado penalmente por narcotráfico en dos casos federales de Florida.

¿Fue necesaria la invasión?

La gran fuerza de Berguido es contar del enorme esfuerzo que el pueblo panameño hizo para deshacerse pacíficamente de la dictadura, especialmente desde 1983 en adelante. Autores extranjeros no han contado mucho de esta etapa de la historia pero Berguido lo cuenta muy bien.

Aunque Panamá había sido básicamente secuestrada por un narcotraficante despiadado y bien armado que gozaba de apoyo estadounidense, el pueblo panameño trató de derrocarlo con protestas callejeras, huelgas, transmisiones clandestinas de radio, periódicos clandestinos, un movimiento de resistencia civil organizado por la comunidad empresarial y un periódico de oposición –La Prensa—enteramente financiado por donaciones pequeñas. Hasta se intentó otra elección presidencial; la oposición ganó pero Noriega la anuló.

A fines de 1989, subraya Berguido, Panamá era un país “colapsado, devastado, arruinado, y despiadadamente reprimido”. Relata, con muchos detalles nuevos, cómo Washington y muchos otros actores intentaron hacer que Noriega se fuera voluntariamente pero el rehusó todas las ofertas y comenzó a creerse invencible. Eso se acabó el 20 de diciembre de 1989 cuando “el bombardeo estadounidense tomó a Noriega con los pantalones abajo, tanto literal como figurativamente hablando“, escribe Berguido.

¿Fue necesaria la invasión? ¿No había otra solución? ¿Fue demasiado alto el costo en vidas y pérdidas económicas? ¿Por qué se estructuró así la invasión, con fuerza masiva en lugar de una operación quirúrgica? ¿Qué cicatrices dejó la invasión en Panamá? ¿Qué pasó con Noriega? ¿Qué pasó con el aparato narco-militar que él había creado? Berguido cubre todos estos temas pero deja que los lectores lleguen a sus propios juicios de valor.

En Panamá, lo que aconteció durante la dictadura no se enseña en las escuelas. Por ello, los jóvenes no tienen un sentido de cómo la dictadura y la invasión afectó a cada panameño que vivió esa época; y panameños de cierta edad, como yo, podrán tener información incompleta. Para una audiencia panameña, por tanto, el valor de este libro es que Berguido traza un línea clara y concisa de eventos que no pueden quedar en el olvido.

Para una audiencia extranjera, por otro lado, este libro cuenta la historia poco conocida de un periodo oscuro en un país pequeño que tiene un canal, pero que es más que un canal.


Betty Brannan Jaén es una abogada que fue columnista y corresponsal del Diario La Prensa por más de 25 años.