Desde pequeños nos enseñan a vivir dentro de una rutina. Nos levantamos temprano, vamos a la escuela, hacemos las tareas y, por la tarde, corremos a nuestras clases de karate, natación, fútbol o ballet. Así vamos creciendo, sin darnos cuenta de que esa estructura nos prepara para una vida en movimiento constante.
Más adelante, en la adolescencia, entramos en otra velocidad: los estudios, los amigos, los primeros amores, los sueños que parecen alcanzables y los planes que creemos tener bajo control. Luego llega la adultez, y con ella el trabajo, las responsabilidades, las cuentas, el gimnasio, los compromisos sociales… la vida se acelera y nosotros con ella. Vivimos apurados, corriendo, sintiendo que lo normal es no detenernos.
Pero nadie nos enseña qué hacer cuando el guion cambia. Nadie nos prepara para los momentos en que la vida, sin pedir permiso, se pausa y te obliga a mirarla desde otro ángulo.
En mi caso, fue un diagnóstico el que lo cambió todo. La Esclerosis Lateral Amiotrófica —ELA— llegó de la nada. No hubo señales ni advertencias. Simplemente un día tocó la puerta de mi vida y dijo: “Knock, knock… aquí estoy, y vine para quedarme contigo”. Así, sin permiso, sin protocolo. De la noche a la mañana tuve que aprender a vivir de otra manera. Es como si todo se detuviera por un instante, pero el mundo siguiera girando a la misma velocidad.
Y no, no fue tan fácil aceptarlo ni adaptarme. Fue un proceso. Un proceso de entender, de llorar, de soltar, de volver a intentar. No hay manuales para esto, ni palabras que te preparen. Con el tiempo vas descubriendo que se trata de aprender a convivir con lo inesperado, de encontrar paz en medio del cambio, y de reconocer que la fortaleza no aparece de un día para otro: se construye poco a poco, entre lágrimas, risas y mucha paciencia.
Recibir un diagnóstico como este no solo transforma el cuerpo, también sacude las emociones. Hay duelos silenciosos que no se ven: duelos por la independencia, por la movilidad, por la rutina que antes dábamos por sentada. Pero también, en medio de todo, se despierta algo poderoso: las ganas de seguir, de reinventarse, de buscar nuevas formas de disfrutar la vida.
Esto me recuerda a una canción que tanto me gusta: Synchronicity II de The Police. Habla de cómo la rutina puede atraparnos y cómo, poco a poco, algo invisible empieza a mover las piezas de nuestra vida. Y así fue para mí. Todo parecía igual a simple vista, pero por dentro las cosas ya estaban cambiando. A veces los cambios más duros llegan sin aviso, pero también traen nuevas formas de entender la vida.
Hoy mi rutina es distinta, pero tiene propósito. Ya no corro detrás del reloj. Me muevo —a mi ritmo—, agradeciendo cada instante. He aprendido que la vida no se trata de correr hacia una meta, sino de vivir el día a día, incluso cuando el rumbo cambia sin avisar.
A veces, lo más valiente que podemos hacer es aceptar la vida tal como viene, con sus altos y bajos, con sus momentos buenos y no tan buenos. No todo se puede controlar, pero sí podemos decidir cómo enfrentarlo.
Mi historia no es de derrota, sino de transformación. Vivir con ELA me ha enseñado a valorar lo importante, a mirar más allá del cuerpo y conectar con lo que realmente importa.
La vida no siempre es fácil, pero sigue siendo vida. Y mientras estemos aquí, siempre habrá una razón para seguir adelante.
* Para conocer más sobre sus consejos y experiencia, puedes seguir la cuenta de Instagram @pasionporvivirptyy visitar su blog www.pasionporvivirpty.com.
* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autor.
* Suscríbete aquí al newsletter de tu revista Ellas y recíbelo todos los viernes.

