Fui seleccionada para responder a una encuesta de hogares que hace la Contraloría General. La primera vez que me contactaron dije sí, enseguida, para colaborar.

La segunda vez me extrañó, pero accedí. La tercera les pregunté si en Panamá no había más gente o alguien estaba haciéndose el vivo entrevistándonos a los mismos. Entonces me explicaron amablemente que era un estudio de varias entrevistas. Ni modo.

Muy gentiles ofrecieron ajustarse a mi horario. Si yo quería pasaban a mi casa después del trabajo, me podían entrevistar por teléfono o venían a mi oficina. La última vez los recibí en el trabajo. Llegaron dos personas, una muy seria y concentrada que anotaba mis respuestas en una maquinita, así de modernos ya están, mientras yo contestaba que si había trabajado el último mes; que cuantos vivían conmigo; qué estudios tenía…

La otra funcionaría era muy joven. Cargaba esta cara. La misma que he visto a ciertas adolescentes que de mala gana acompañan a la abuela el sábado a Multiplaza a pagar el club, que si gana usará para comprar más caprichos a la niña.

Mientras yo respondía, la más joven mantuvo su actitud apática. Cuando me tocó el turno de contestar a la pregunta de mi salario revivió. Con un entusiasmo inusitado dijo: “Me gustaría un sueldo así. Ay, pero que no tenga que salir muy tarde”. Y volvió a caer en su indiferencia.

A veces cuando alguna amiga me dice: “tengo una sobrina que quiere cambiarse de trabajo”, y hablas con ella para ver qué le puedes aconsejar, te dice: “estoy ganando 500, pero quiero ganar más”.

¿Qué pasó con esos muchachos que antes te decían: “sé inglés, un poco de francés, he tomado varios cursos, tengo tantos títulos” y después te decían cuánto querían ganar? ¿O aquellos que te comentaban: “quiero entrar a trabajar a tal empresa, en tal área, por la experiencia”?

Un fotógrafo hace poco me comentaba que estaba en busca de un asistente, pero como requisito iba a poner “no chatear por celular”. Sus últimos tres asistentes lo único que hacían bien era mover los dedos en la pantalla táctil. ¿Dónde está -me preguntaba él- ese asistente que hace las cosas antes de que se las pida o que por lo menos las hace sin que se lo pida dos veces? 

¿Será que chateando por celular en el trabajo alguien puede adquirir experiencia o conocimiento?

Salgo a la calle y entiendo por qué todos quieren la cosa fácil. La clave me la mostró un billetero que en una esquina gritaba: “¡Juegue todos los días con el raspaíto, ya no tiene que esperar el miércoles ni el domingo!”. 

El 4 de noviembre vi a una mamá con su hija de 9 u 8 años que acababa de desfilar, comprándole un raspaíto. La chancera que se lo vendió frotaba desesperada otros raspaítos.

La gente más interesante que he entrevistado se dedica con pasión a un trabajo. A esa gente la llamo rica.

Tener dinero es importante, pero decidirte a hacer bien tu trabajo o buscar uno que te apasione -no uno donde te paguen cinco dólares arriba- vale más.