Aquel 22 de octubre empezó como cualquier otro día. Nadie imaginó los espantosos hechos que estremecerían el final de la tarde... Bueno, ese inicio me estaba quedando bastante bien para el guion de un podcast de crimen, medio maluco. ¿Han notado cómo abundan últimamente?
Pero lo cierto es que lo que pasó el miércoles merece su propio podcast. Ese día tenía en agenda un foro en la mañana y dos reuniones en la tarde, ambas estratégicamente ubicadas en el mismo lugar: Costa del Este. No sé si lo saben, pero si el reloj marca las 3:01 p.m. y todavía están por allá, mi recomendación es: ¡ríndanse! Resistirse es inútil, como advertían los Borg, esos entes cibernéticos capaces de conquistar el universo… o al menos el de Star Trek (no Star Wars, como suele creer el público no iniciado).
A lo que me refiero es que después de esa hora, el tranque —el tráfico pesado, la fila interminable de carros— es inevitable si uno necesita salir de ese lugar. Sí, justo ahí convendría escuchar un podcast, pero uno bueno por favor.
Mi plan era quedarme en Costa del Este hasta después de las seis, para evitar lo que me pasó hace un par de miércoles: salí a las cinco y terminé pagando el doble en transporte, pasando 45 minutos en un trayecto que normalmente toma 15, escuchando además la triste historia de un mal de amores. Cuando bajé del carro, estaba yo llena de pesares ajenos.
Eso no me iba a volver a pasar. Al menos, eso creía. Llevé mi computadora y después de terminar mi última reunión me quedé trabajando en una cafetería hasta pasada las siete. Pero entonces empezaron a llegar las noticias: en la Avenida Balboa nada se movía; por la Transístmica, tampoco. Más tarde alguien me contó que le tomó dos horas llegar de Albrook a San Francisco. La dentista de mi hija me dijo que frente a su consultorio, en la Ave. Justo Arosemena, todo era un enorme tapón. El Corredor Sur parecía una de esas autopistas paralizadas que salen en las películas cuando el apocalipsis dice que ‘ya va’ y todo el mundo quiere huir de la ciudad.
Después de semejante barbaridad —en un día que no era viernes, ni quincena, ni víspera del Día de la Madre—, intenté buscar respuestas. No las había. Los más escépticos decían que no, que eso era “el tranque de todos los días”.
Pero si ese va a ser el tranque de todos los días… ¿dónde vamos a quedar?
Y eso que en Panamá tenemos Metro. Y eso que no somos tantos. Lo que no puede ser es que nos acostumbremos a pensar que “así es” y “ni modo”. Porque cuando un país se resigna al tranque, no solo se quedan los carros quietos: también se estanca nuestro bienestar y paz mental.
* Las opiniones emitidas en este escrito son responsabilidad exclusiva de su autora.
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