Los 15 de agosto son para mí un petardo en el cielo… y dos y tres; algodón rosado de azúcar; raspao rojo con leche condensada; carne en palito; un toldo con bombillas amarillas; un aguacero, y por supuesto mosquitos, muchos mosquitos. Un 15 de agosto que se respete es lluvioso. Y si hoy no llueve, la culpa es de “El Niño”, que no llora en seco.

Así fueron por muchos años las celebraciones de la fundación de Panamá la Vieja, que para nosotros era nuestro barrio y la ruina.

¿Dónde están las muchachos? Jugando en la ruina. ¿Por dónde te viniste caminando? Por la ruina. ¿A dónde los llevó la maestra? A la ruina.

Esos muros y esas piedras eran parte de nuestra vida. Me faltó crecer y viajar para darme cuenta de que una torre como la de Panamá Viejo, esa que tantas veces dibujé con mis lápices Colleen, no se ve fácilmente en cualquier lado. No señor.

Algo así me pasa con el Canal de Panamá. Llego a otro país, cualquier país, y cuando digo que soy de aquí la gente no sabe que tenemos bollos preñaos, que tenemos palos de agua, corredor norte, pollera y sancocho. Pero sí saben que tenemos un canal.

Y  me preguntan que si porque lo hicieron los gringos entonces todos hablamos inglés. Me preguntan cómo se siente tener el Canal en nuestras manos; me preguntan si yo lo he navegado.

Yo sonrío un poco, pero me cuesta emocionarme como ellos por algo que he visto toda la vida: los barquitos pasando por la bahía, las esclusas, el monumento a Goethals, el cerro Ancón, el puente de las Américas. Puntos que de alguna manera uno en mi cabeza para armar lo que es para mí la vía interoceánica.

Y es que así somos los humanos. Tenemos en la vida amigos maravillosos o padres maravillosos o trabajos formidables (o todo lo anterior) pero solo alguien de afuera,  que mira desde la vitrina, es capaz de tocarnos el hombro y decirnos: “oye, qué suerte tienes”. Y lo más probable es que contestemos con un apagado: “bueno, sí”.

Un día como hoy no me queda de otra que aceptar que soy una  suertuda. Porque voy a presenciar los 100 años del Canal. Una de las aventuras más formidables de la ingeniería. Y decirlo así suena fácil, hoy que todo el mundo dice que cualquier cosa es espectacular. Pues hacer el Canal, eso sí fue una cosota.

Dividir la tierra en dos costó sangre, vida, honor. Pero también dejó héroes, una hazaña, una herencia. Panamá no sería lo mismo sin la influencia francesa, afroantillana, china, panameña, italiana y la de tantos migrantes que vinieron de todas partes llamados por ese portento de ingeniería.

Yo que nada hice para merecer este honor, me puedo sentar hoy a mirar las grandes celebraciones por el centenario. Tanta gente que mereció ver esto y no lo va a ver.

Hoy lo único que quiero es emocionarme de verdad, tanto como un turista que hace por primera vez la travesía por las esclusas.