Hace unos días, mi hija de tres años recién estrenados se enojó porque le recordé que su abuelita es mi mamá.

La cosa fue así: le dije a Gaby que tenía que llevar algo a mi mamá. Y me preguntó “¿quién es tu mamá?”. Le respondí que Tita, ese es el nombre que ella le ha puesto a su abuela. “¡Nooo!”, me dijo con toda la certeza de sus tres años: “¡es mííí Tita!, no tuya”. Noten que la ‘i’ de ‘mí’ la resaltó bastante.

Traté de no reírme y no quise discutir con ella. Al fin y al cabo yo soy la adulta. ¿No?

Los hijos son nuestros maestros de la paciencia. No crean que voy a insertar aquí una musiquita tipo  comercial de pañales para ser más cursi. Pero es cierto: los niños nos sacan de la rutina con sus ocurrencias y demandas.

Leí hace poco un estudio que encontró que el cerebro femenino se altera después del embarazo. Por supuesto, me pareció un estudio bien raro, pero según el documento la materia gris de la mujer no es la misma. Algo cambia para que seamos más cuidadoras. Eso entendí.

Habría que revisar también el cerebro de las abuelas, porque cambia muchísimo al tener nietos.

Hasta una mujer que fue sargento o luchadora libre se vuelve un caramelo cuando se trata de los nietos. Mamá ha sido siempre la roca de mi vida. O sea, todas las cosas pueden volar por los aires, pero ella allí, incólume. Adonde ella puedo tocar machín y estoy a salvo.

El mejor regalo de mi mamá es que me permitió ser. Me gustaba la música en inglés, como ella dice, y allí va que me regaló el disco de Madonna cuando yo tenía 13 años. Me gustaba leer y ella me compraba todos los libros de la lista escolar a principio de verano. Me encantaban los pasquines y fielmente iba a El Machetazo los martes a buscar mi ejemplar de Fuego o Memín.

Bella mi mamá. Pero ya no es mía nada más, ahora es abuelita. No lo resiento. Aunque a veces lo parece.

Es más, comprendí mi papel: Ella consiente y yo hago lo demás. Ella hizo su parte conmigo y mi hermano.  Así me lo recordó Gaby en estos días. “Tita no me habla así”, “Tita no me regaña”.