¿Eso que veo allí es un lavauto? ¿Y una fonda? Es que estoy pasando frente a lo que fue el IJA del Casino, mi escuela en primer ciclo, en el barrio de Perejil. Hace mucho tiempo fue derrumbada. Solo queda el lote. 

Imaginen una escuela que se llame casino. No suena seria ¿eh? Pero todo allí lo era, incluso la profesora María Jilma de Obaldía cuando llegaba bajo la lluvia con botas plásticas.  

Estuve  hasta tercer año. Luego pasé, como lo hacían los que iban a estudiar ciencias o letras, a la sede de Paitilla. Asistíamos a clases de 7:30 a.m. a 12:00 p.m. Luego de 2:30 p.m hasta las 5:00 p.m. Sí, doble turno.  

Mi hermano y yo permanecíamos en la escuela. Imposible ir a casa para almorzar. Así lo hacían muchos que vivían en Pacora, La Chorrera, La Cabima y otras  comunidades lejanas. 

Pasábamos esos mediodías en el gran salón de música: almorzando, repasando y conversando. Generalmente estaba el profesor Tito Rodríguez tocando el piano.

Muchos lugares se han quedado en mi memoria: El quiosco de burundangas entre el salón de música y el de artes industriales; el salón de mecanografía con unas máquinas de escribir Olimpia donde un dedo se te podía extraviar entre sus altas teclas. Teníamos un salón de educación para el hogar, allí las niñas aprendíamos a zurcir, bordar, a hacer conservas y bizcochos. Educación para el hogar se une a educación física en mi lista de las materias para las que siempre fui 3.5. Jamás la profesora pensó que mis manualidades –la sabanilla o el delantal– me las había cosido mi mamá.  

La escuela tenía amplias  terrazas donde el alumnado, chiquillos al fin, armábamos gran algarabía   en espera del timbre de entrada o durante  el recreo. 

Los techos eran altos y mucha de la estructura, como las ventanas y las escaleras,  eran de madera.  La madera tiene vida: suena, chilla, traquea. 

La luz entraba por las ventanas y también los bocinazos de los “diablos rojos”. 

Aunque era la década de 1980 y bajo un régimen militar siempre se corría el rumor, la bola de que “algo iba a pasar”, una marcha u otro disturbio social, muy pocas veces nos suspendían clases. Hoy veo el anuario y me doy cuenta de que todas las niñas éramos en primer año grandes y los niños pequeñitos; a poco de dar el estirón. Leo en nuestras caras el apuro por crecer y por escapar de esa época tan feliz; claro, porque no sabíamos que lo era.