En una noche como la de hoy, los primos nos sentábamos en el porche de la casa de los abuelos a contar historias de miedo. Ñaca ñaca ñaca.
Cada uno tenía un cuento más espeluznante y más inverosímil que el otro, por supuesto. Aunque después nos asustara hasta la sombra del perro y no pudiésemos dormir, eso nos fascinaba. Por culpa de esas historias, hasta los 12 años creí que apenas caía la medianoche las brujas volaban sobre el chiquero.
A mi abuelito también le gustaba la cosa. Si a las 6:00 de la tarde oía un silbido (capaz que era el viento) enseguida advertía muy serio: “¡Óyela! ¡Óyela!’. Todos, que éramos unos flojos, hasta ‘Cabito’, sabíamos que estaba hablando de ella, la bruja.
El abuelito la había visto tantas veces que ya eran viejos conocidos y entre ellos no se pisaban las colas, al menos eso nos hacía creer. Una vez se la encontró en la quebrada. Otra vez la vio pasar de refilón en el río cuando pescaba camarones. En alguna ocasión la pilló mirándolo desde un palo de espavé.
En esos años, la luz era una lámpara de querosene. La imaginación volaba y los dientes castañeaban.
Uno de los cuentos más famosos de brujas de la familia ocurrió una noche cuando había que dar una razón (llamar por teléfono) a alguien en Panamá. Si no había luz, menos teléfono en casa. Así que se caminaban varios minutos hasta el teléfono público más cercano. Una vez en la noche (las brujas solo le salen a la gente que anda en las tinieblas), unos primos fueron a hacer una llamada. Cuando acordaron, sintieron correr un viento fuerte y vieron venir a una mujer. Llevaba una túnica blanca –¿o era una manta?– que se agitaba y en la cabeza tenía una maraña de cosas horrorosas ¿gusanos? Abrió la boca y no tenía dientes. A medida que se acercaba los primos temblaban y sudaban. ¿Por qué no salieron corriendo? Quién sabe. Cuando ya la tenían encima se dieron cuenta de que era una tía en camisón, que vivía al lado, y que el enredo en su cabeza eran unos rollos. Parece que la tía también necesitaba hablar por teléfono, y salió rápido sin la chapa. Cuando vio sus caras de espanto los regañó por zoquetes. Hago la salvedad de que he relatado esta historia a mi manera, como debe ser cuando se cuenta una historia de miedo. Uno pone y quita a su gusto.
Mi mamá y mi papá también protagonizaron una aventura parecida. Resulta que para salir a la carretera Interamericana a buscar un bus Panamá-San Carlos había que caminar como un kilómetro y medio desde la casa.
Una madrugada se tenían que regresar a Panamá. Cuando faltaba poco para llegar a la carretera, aún estaba bien oscuro, mi mamá notó a lo lejos un bulto en el suelo. Conforme iban acercándose el bulto les pareció más sospechoso y más grande; de repente ¿se movió? El corazón de mi mamá quedó en la boca; el de mi papá quedó en la Interamericana… porque partió a correr como si fuera Usain Bolt (Carl Lewis, en ese tiempo) y la dejó allí sola corriendo detrás de él, con maletas, sacos de yuca, mangos y otros encargos
Mi mamá que no le teme a los muertos si no a los vivos, nunca se lo perdonó a mi papá. O sea que si hubiese sido de verdad la bruja, se la lleva. Hasta el día de hoy mi mamá dice que aquello era un tronco. Mi papá jura que era ella. Ustedes saben quién. ¡Sí, la bruja!

