Hace un año me operaron. Que no cunda el pánico. Aquí estoy dando lata. Pasar por una sala de operaciones es algo que todos, si vivimos lo suficiente, vamos a añadir a nuestra lista de experiencias.

El propósito de las enfermedades no es matarnos. Miren como hay la gente sanita que se muere cruzando la calle atropellada. Lo que hace la enfermedad es darnos un pescozón de realidad: “¡Tú que te crees de adamantio, no lo eres. Pela el ojo. Eres mortal!”.

Por muy sencilla que sea una cirugía, la mía lo era, en el momento en que te anestesian ya no estás en tus manos, sino en las de los doctores y las de un poder superior, si en ello crees.

Despertar, aunque es un alivio, porque saliste vivo, tampoco es el fin del asunto. Te encuentras en una cama, clavado de agujas, donde no puedes hacer nada por ti. Una maquinita te alimenta y te da medicina y otro aparato elimina los desechos de tu cuerpo.

Las cosas sencillas se enredan. Bañarse, por ejemplo. Creo que uno puede hacerse a la idea de que algún día bañará a otro: un bebé, un familiar enfermo. Pero nadie piensa -yo no lo pensaba- que iba a tocar que me  bañaran. Las auxiliares de enfermería tienen eso entre sus tareas. Con qué esmero, respeto y sentido de dignidad lo hacen. Gracias.

¿Levantarse? ¡No, qué va! Llegué a decir:  nunca voy a salir de esta cama. Saldré en el Libro Guinness de los Récords como la única mujer que no se quiso parar después de una operación por cobarde, porque le dolía mucho, no me importa. Bueno, al final sí me pude levantar con la ayuda de las enfermeras. Perdí mi entrada al libro Guinness.

Mientras uno está sumando lo que le va a doler, lo que le va a costar, cuanto le va a tomar recuperarse de esa enfermedad del dianche, olvida que hay otros preocupados. Solo cuando ves sus caras te das cuenta de que hasta la pasaron peor que tú. Por lo menos yo estaba dormida, pero mi familia esperó afuera más de dos horas, seguro se les hicieron dos siglos, para ver cómo yo salía de la cirugía.

Los hospitales son un terrible lugar para dormir. Cada dos horas entra una enfermera a cambiar la medicina, a inyectar (“¿de que lado la puyamos la última vez?”), a mirar si uno sigue vivo.

Así que cuando volví a mi casa sentí que iba a mi reino. A mi camita vieja. Enseguida descubrí que iba a tener que seguir dependiendo. Otros tenían que comprarme la medicina, cocinarme y atenderme. Me parecía una idea ridícula: vieja y pelleja tratada como una bebé. Entonces me di cuenta de que tenía que darle a mi familia la oportunidad de cuidarme, ellos querían hacerlo y yo lo necesitaba. Me guardé el orgullo en un bolsillo del camisón.

Después de un mes de convalecencia me moría por salir, me sacaban en carro y parecía esos perritos que van con la cabeza afuera de la felicidad.

La cirugía me reafirmó el inmenso cariño de amigos y familiares; me hizo apreciar de cerca el trabajo del personal de salud y me permitió dormir siesta días de semana, sin pizca de remordimiento.