Dos ojos feroces que te ordenan: “no toques”, “no te atrevas”, “en la casa vas a ver”, o solo “te estoy mirando”, y se te meten los pelos para adentro.
Superpoder. Chicharra paralizadora. Arma de destrucción masiva, bueno, casi. Eso y más es la mirada.
Algunos hombres, pero sobre todo las mujeres, la han usado por los siglos de los siglos. Si le hacemos la prueba del carbono 14 veremos que empezó con la moda de andar a pie.
La mirada —¡eh! ¡eh! ¡quieto!— ha frenado a legiones de niños y de maridos traviesos; sí, esos que se les va la quijada detrás de cualquier escoba con faldas o esos que están a punto de echar mano a otra ¡hic! cervecita cuando saben que ya no deben tomar más.
Mi mamá la usaba cuando nos quería controlar enfrente de las visitas y extraños. Nada de decir “ya me quiero ir”, o “estoy aburrido” o “tengo hambre”. La mirada atajaba ese pensamiento antes de que se diera. La policía del pensamiento existe y es madre.
Aunque también la mirada la tenía mi profesora de inglés. Una señora cuyos abuelos de Barbados trabajaron en la construcción del Canal. “Be quiet!” decía la teacher y ponía unos ojos que de tan pavorosos a mí me parecían amarillos. Algunos amigos de ascendencia afroantillana me han confirmado que con sus abuelas no podían andar con cuentos. Señoras tesas donde las hay.
Una colega me cuenta que su mamá ejercía con mucho poder la mirada, sin embargo, ella lamentaba no tenerla tan fuerte y efectiva como su propia madre, esa sí que tenía el toque y lo necesitaba, pues tenía a su cargo a seis chiquillos. Seguro era una mirada que infundía más terror que el ojo del tiranosaurio de Parque Jurásico.
Con la mirada no era necesario decir 10 veces “ven a comer”, o cinco veces “apaga ese televisor”. Bastaba la orden de los ojos. Era tan efectiva porque sabíamos que en caso de no obedecer íbamos a estar en problemas. Problemas equivalentes a un cataclismo.
La mayoría de los adultos que nos reprendían con la mirada tenían como propósito, más que darnos miedo, evitar que nos hiciéramos daño al deslizarnos por la baranda de una escalera; que esperáramos nuestro turno para hablar; que tuviéramos los suficientes buenos modales con las visitas y dijéramos “buenos días” y “hasta luego”.
Hay días en que me parece que las cosas se han invertido tanto que ahora son los chicos quienes dirigen la mirada a los padres y estos corren a llevarlos a McDonald’s.
La mirada es un don de la disciplina. Y se está perdiendo. Hay que rescatarla. La Unesco no sé por qué no la nombra patrimonio inmaterial de la humanidad.

