Siempre he presumido que disfruto más de trabajar con mi cabeza -pensar- que con mis manos. Pero, en secreto, siempre me ha gustado coser.

Yo era una alumna bastante regular en la clase de educación para el hogar o al menos así me sentía al ver el resultado de mis trabajos de costura. Mis puntadas eran torcidas y mi tela nunca estaba impecable.

Me sudaban las manos a mares. A pesar de todo eso, coser me gustaba y en las vacaciones continuaba dándole a esos proyectos de hacer un delantal, bordar un mantel o coser en punto de cruz.

Tal vez por eso hace unos días me apunté en un curso de Entre Puntadas (vean más en la pag 25). La promoción decía más o menos así: “si cosiste en la escuela y ya se te olvidó”.

La cita era en una cafetería preciosa cerca del Parque Metropolitano y del club ecuestre. Joana Girón fue la maestra. Aprendimos sobre los tipos de hilos, el cuidado de la tela, el uso del bastidor y a hacer cuatro puntadas y, hay que decirlo, también repasamos el ensartar una aguja.

Pero antes de empezar con nuestra primera puntada la maestra nos invitó a ser amables con nosotras al coser. Sí, porque no podemos empezar a coser juzgando lo mal que lo hacemos, comparando nuestro trabajo con la de al lado (allí me vino el recuerdo de mis días de escuela). También nos hizo saber que cada costura será diferente porque todas las manos lo son: hay manos más fuertes, manos que sudan (las mías), más que tiemblan o manos que se pinchan con más facilidad.

No me extrañó saber que Joana tampoco había sido la mejor de su clase de costura en la escuela. Creo que aprendimos a coser un poco forzadas y sin apreciar lo personal que era este trabajo.

Casi al terminar el taller algunas ya querían apuntarse al siguiente curso. Nuestra instructora, muy sabia, nos estimuló a seguir practicando las puntadas que acabábamos de aprender, practicar bastante. Quizás para lograr un bordado auténtico pero menos chueco.