Bebé me miró fijo a los ojos. Él estaba acomodado sobre un almohadón en forma de U mientras la leche se descongelaba. Yo, en la computadora. Lo miré a ver si todo andaba bien y fue ahí cuando nuestras miradas se cruzaron. No parpadeaba y me preocupé. Me acerqué a verificar que todo estaba en orden, cuando entendí su concentración: popó.

Y del bueno. No había hecho el día anterior, así que la ración fue doble. En la casa solo estábamos él y yo. Y los dos gatos. Me entró ansiedad. Pánico. Tenía que afrontar la situación con rapidez antes de que el desastre fuera mayor.

En el cambiador, le quité la ropa con delicadeza para no ensuciarlo aún más. Por suerte, bebito se mantiene calmado la mayoría de las veces. Solo pierde el control cuando tiene hambre.

Luego le quité el pañal y lo limpié con pañitos húmedos como por 30 minutos (sí, en retrospectiva sé que debí llevarlo a la tina). La nalga, la espalda y los pliegues. Cuando ya le iba a poner el pañal nuevo, le dio por orinar. Mojó la pared, la ropa que le iba a poner, su cara, su pecho, el cambiador. Intenté mantener la calma. Lo cargué, fuimos por más ropa, con una mano limpié el cambiador y volví a colocarlo allí. De nuevo lo lavé con pañitos húmedos (sí, ya sé, la tina) y por fin lo pude vestir. Le di un beso, sus cuatro onzas y a dormir. Cuando por fin cayó rendido, me sentí como Román Torres aquella noche que anotó el gol que nos clasificó a Rusia.

Lo bueno del caso es que no ha sido la única vez que me ha sucedido. Ya van varios episodios. Es como si bebito se guardara estos acontecimientos para cuando estamos los dos solos en casa.

Por el otro lado, nadie me puede echar cuentos. Me conozco las técnicas para amansarlo para sus ejercicios matutinos y vespertinos, para cambiarle el pañal en menos de un minuto, para sacarle los gases de forma efectiva y ponerlo a dormir, para calmarlo cuando se asusta, para sacarle sonrisas y conversaciones.

Todavía me falta para dominar el baño y la posterior vestimenta sin que pierda la razón y llore como un neurótico hasta que le dé su biberón.

Cada vez que supero un episodio me siento como un campeón, como si acabara de aprobar el examen universitario más difícil que pueda imaginar. Ninguno de mis amigos cercanos, sin embargo, tiene hijos, por lo que son triunfos que disfruto en solitario. Obviamente se los cuento con detalles a mi novia, pero estaría bueno poder hablar con mis amigos sobre cómo resolví una crisis de popó con bebé como si se tratara de aquel gol olímpico de la semana pasada -que también los he hecho, por supuesto.

Y ni hablar de los avances de bebé que me ha tocado presenciar, como cuando se volteó él solo o cuando agarró un juguete por primera vez o cuando desarrolló una capacidad de maniobra con el biberón, algo que encuentro supremamente tierno y exasperante a la misma vez.

Quizás cuente con la fortuna de estar allí cuando bebito diga sus primeras palabras o comience a gatear o se ría a carcajadas por primera vez. Celebraré cada una de esas etapas como cuando Mario Götze entró desde la banca para anotarle a Argentina y darle el Mundial a los alemanes. Seguramente el volante aún hable sobre aquel gol. Muy bueno todo, pero aquel pobre tipo seguramente no tiene idea de la satisfacción que da anticiparse al disparo de orine y poner la mano para evitar que todo quede mojado. Cuestión de talento.