Ya estoy perdido. He llegado al punto en el que me basta con recordarlo dormido para sonreír. Que aun cuando estoy en actividades importantes y satisfactorias para mí, solo puedo pensar en volver a casa para ver a bebito. Es amor. Un nuevo amor. Pero lo de nuevo no es porque acaba de comenzar, sino por haber sido un amor desconocido hasta ahora.

Ha sido un proceso complicado, eso seguro. Dicen que en el amor de pareja hay que sufrir, y aunque no es una premisa que comparta y apruebe, en este caso debo decir que aplica muy bien. Las primeras semanas -y ni hablar de las primeras noches- fueron terribles. Aparecen unos pensamientos oscuros y tenebrosos de arrepentimiento, cuestionamiento, desgano, reflexiones a futuro, y abruma.

Al principio me sentí muy mal por tener esos pensamientos, pero luego averigüé con amigos y a través del omnisciente internet que no son inusuales. Y es lógico. Un recién nacido destruye cualquier rutina y placer individual que uno tenga. No puedes comer, no te puedes bañar, no puedes salir, no puedes siquiera dormir. Es tiro y tiro. Encontrarle una rutina al bebé es una de las cosas más difíciles que he hecho en mi vida.

Cuando ya no puedes más, estás agotado, frustrado, cansado -muy cansado-, desesperado; cuando ya estás a punto de tirarlo por el balcón, el bebé comienza a sonreír. Se crea un lazo vital, como explica Desmond Morris en El mono desnudo. Y entonces te derrite, y todo ese calvario de las primeras semanas toma sentido y se hace liviano. A partir de esa primera sonrisa me convertí en una especie de adicto que pasa el día completo intentando que bebito esboce otra, y otra, y otra, y otra.

El bebé deja de ser un ente incómodo que se dedica a llorar, a hacer popó, a eructar, a comer y a dormir. Deja de ser un desconocido y pasa a ser un niño, mi niño. Reconoce tu voz, te busca con la mirada, te sonríe apenas llegas del trabajo, te conversa, se aferra a ti cuando algo lo asusta. Y fue entonces cuando realmente me cayó la ficha de que ese bebé es una persona entregada a mí, a nosotros; que somos su mundo entero, lo único que tiene en la vida.

Esto me ha hecho comprender la frase que siempre me dijeron durante el embarazo: “disfruta a tu hijo”. Eso es lo que más intento hacer por estos días. Por ejemplo, muchas personas recomendaron no cargarlo tanto, dejarlo más tiempo en la cuna o en el piso, dejarlo llorar un rato durante las madrugadas, no acostumbrarlo al rescate de los brazos inmediatamente. Pero este es el único momento que tendré para cargarlo, para apretarlo contra mi pecho, para dormirlo en mis brazos. Cuando tenga dos, tres años, lo que menos va a querer será estar cargado. Así que lo cargo hasta que ya no pueda más, hasta que sus 15.6 libras de peso me dejen el brazo dormido.

Entonces llega la otra versión de este amor. El de dejarlo ser. En su cita del segundo mes, el pediatra determinó que tenía el cuerpo todavía muy rígido, que había que llevarlo a terapia. Allí me dijeron las palabras que menos quería escuchar: tiene que estar más en el piso. Cargarlo menos, soltarlo más. Lo contrario a mis intenciones. La terapeuta nos advirtió de que debíamos dejarlo más sobre superficies duras, hacerle ejercicios, dejar que llore un poco, incluso. Le rebatí desde mi ignorancia como padre primerizo. Sus palabras fueron contundentes: “limitar al bebé en su crecimiento también es maltrato”. Y no dije más nada. Ni siquiera cuando preguntó si no éramos de las nuevas parejas que todo lo buscan a través de internet. Mi novia y yo solo nos limitamos a un par de miradas cómplices, pero no revelamos nuestra fe en Google y su protección a nuestros espíritus.

Así que ahora comienza una nueva etapa de ese nuevo amor, el de dejarlo ser, dejarlo libre, por decirlo de alguna manera. Estar enamorado es eso, hacer lo que más convenga, todo lo mejor para el bebito. Pero seguiré en mi misión de los brazos. Cuando no esté en el piso ejercitándose, dormido en su cuna o pegado a la teta, seguramente estará en mis brazos. Por lo menos hasta que me lo manque.